miércoles, 28 de mayo de 2014

LAS CUATRO ESTACIONES: INVIERNO, Parte I

Las cuatro estaciones
By θανατος

Prefacio: Esta historia es muy larga, pero merece ser contada. Está dividida por partes (aún no sé cuántas serán). Espero puedan disfrutarla tanto como yo lo hice al escribirla.

PARTE I
INVIERNO

I
Más allá de las montañas de nieve existe un lugar conocido como “las cuatro estaciones”. Es un pintoresco pueblo donde abunda la miel y el pan, la gente es cariñosa todo el tiempo. Los árboles genealógicos se conectan entre sí, es como si el lugar fuera una enorme gran familia. No se podría encontrar un sitio más tranquilo y apacible para visitar… Yo solía vivir ahí, pase toda mi infancia y parte de mi juventud en tan pintoresco poblado, lleno de enormes sauces que se cernían por toda la calle principal. Las pequeñas casas a su alrededor siempre eran cálidas y acogedoras, no había ningún hogar en donde no se recibiera con una cómoda estancia frente a la fogata y una rica taza de chocolate caliente, aunque no sólo era en las pequeños hogares. Una vez al año, las grandes mansiones ofrecían un enorme baile donde se invitaba a todo el pueblo para lo que conocían como la convivencia, la gran fiesta en donde todas las familias podían verse reunidas. Al menos así solía recordar el valle en que crecí, no obstante, el destino ya me tenía preparadas varias sorpresas para el fin del invierno.
Solía vivir en una lujosa mansión y tuve la oportunidad para continuar con el negocio de la familia. Vivía bastante feliz y me la pasaba jugando con la hija del ama de llaves, una pequeña niña llamada Anne Strife. Pero aquello no era mi ambición, yo deseaba algo más que ser el conocido anfitrión de la convivencia, además, estaba harto de los discursos de mi padre sobre el honor de la familia y cómo él quería un gran legado de nuestra parte. Mi hermano y yo mandamos eso al carajo y decidimos seguir la senda de lo que más anhelábamos, aunque ello implicare la deshonra.
Hace seis años que había tenido que irme del lugar ya que no ofrecía oportunidades de estudio para el trabajo que yo anhelaba, así que a la edad de dieciocho años escapé a la ciudad más cercana con la esperanza de tener un futuro mejor. Yo y mi hermano Benjamin decidimos irnos juntos con el objetivo de cumplir nuestros más anhelados sueños y, por azares del destino, lo logramos. Yo pude integrarme a un pequeño grupo practicante de medicina y mi hermano se afilió a la milicia. Ambos éramos muy diferentes, mientras que él juro nunca volver a aquel espantoso lugar al que alguna vez llamo hogar, yo, por el contrario, me prometí que jamás lo olvidaría y así fuera tarde o temprano volvería. 
Pasaron muchos inviernos antes de que por fin se me otorgara un título de médico y mi hermano ganara otras tres estrellas en su uniforme de primer oficial. Durante poco más de seis meses me dediqué a atender heridos de la guerra en el norte hasta que por fin tuve el suficiente dinero para poner mi propio consultorio en el centro de la ciudad. Mientras tanto, Benjamín, después de haber servido en el frente, comenzó a perderse en el alcohol y con las prostitutas en los burdeles, cada vez nos veíamos menos hasta que llego un punto en que nos olvidamos el uno del otro. Si no hubiera sido por los usuales reclamos que la gente me hacía respecto a él por su uso excesivo de fuerza ni siquiera sabría si seguía vivo, aunque la mayoría del tiempo estaba preocupado por él.
Así fue mi cotidiana y aburrida vida en la ciudad por el último año hasta que recibí una carta de mi madre. Estaba fechada con un año anterior en que se había escrito, según el cartero, habían tenido ciertas dificultades con el mensajero que venía de las cuatro estaciones. Hice caso omiso a sus excusas pues había comenzado a leer las líneas que mi madre había escrito, en ellas se contenía el mensaje más desgarrador que había leído en mi vida: “Tu padre ha muerto”, había escrito mi madre con caligrafía borrosa. En ese momento comprendí que me había alejado demasiado tiempo de mi antiguo hogar y giré mi mirada hacia las montañas de nieve en el este.  
Hice los preparativos tan rápido como pude, tome lo absolutamente necesario en una maleta pequeña, mi maletín médico y un libro que acababa de comprar. Tome todo el dinero que tenía, alquilé un buen carruaje y me dirigí directo hacia las cuatro estaciones. No le mencione nada a mi hermano, puesto que no conocía su paradero y, aunque lo hubiera sabido, no lo habría hecho.
Era medio día cuando los caballos comenzaron a andar, mientras, la nieve caía apaciguadamente y sobre nosotros se cernía un cielo apagado y solitario. La ciudad quedaba atrás y mi pesarosa aventura estaba comenzando, aunque más que aventura fue una pesadilla total.
El viaje a caballo duraba bastante así que tuve tiempo suficiente para leer aquella novela de terror que había comprado. Iba demasiado incomodo porque, a pesar de traer un buen abrigo, el frío era totalmente desgarrador. Mientras más avanzábamos hacia la colina y nos adentrábamos en lo profundo del camino, aquél que atravesaba por en medio de las montañas de nieve, un vacío congelante nos rodeaba; no por nada llamaban a aquél paso el segundo ártico. Cabalgamos por al menos unas cuatro horas antes de llegar a las faldas de la montaña, desde ahí, aún faltaban al menos otras seis horas antes de llegar a las fronteras de las cuatro estaciones. Después de un buen rato leyendo, observando el paisaje y siendo arrullado por el carruaje, finamente me quede dormido. Comencé a soñar con un canario de color carmesí que me hablaba. Cuando desperté estaba abrumado y con cierta consternación, pero no le di importancia alguna a dicho sueño (bien pudo haber sido mi primera señal). Ya casi anochecía cuando llegamos por fin a la entrada del pueblo. Un enorme cartel pintado de azul celeste yacía a la derecha del camino, unas letras de color dorado, desgastadas por el tiempo, anunciaban la llegada al poblado:

BIENVENIDOS A LAS CUATRO ESTACIONES
Lugar apacible y de buen corazón

Recordaba las calles llenas con un singular manto de nieve, una capa tan delgada que el suelo parecía estar cubierto por una sábana, no obstante, ahora solamente quedaba una calle adoquinada y muy gastada de color grisáceo. También podía acordarme de las personas sonrientes que saludaban a cualquier visitante, sin embargo ahora, mientras asomaba mi mirada por la ventana, sólo podía distinguir repudio, cansancio, tristeza o simplemente un rostro totalmente demacrado. Todo estaba tan cambiado, los edificios se veían tan acabados al igual que la mayoría de la gente, el ambiente era sumamente tétrico, nada comparado con los días animados de mi infancia “¿Qué demonios le pudo haber ocurrido a este precioso lugar en seis años?”, me pregunté mientras avanzábamos por la calle principal. Una neblina densa se esparcía en el ambiente, el clima era más frío que en la ciudad y todos los negocios parecían estar en quiebra. Ni siquiera la panadería de la señora Miller estaba tan animada como siempre; recordaba una enorme variedad de pastelillos coloridos y azucarados en el mostrador, ahora lo único que había sobre él era un pan gastado y de color negro que no llamaba para nada al apetito. Avanzamos y avanzamos durante más de media hora recorriendo las calles centrales del pueblo, podíamos ver como la decadencia iba apoderándose poco a poco del lugar. Incluso la gran parroquia del centro parecía haber perdido su atractivo. El reloj marcaba las diez de la mañana y las campanadas comenzaron a sonar justo cuando nos dirigíamos hacia un camino de terracería, ahí en donde estaban los dos más famosos sauces del condado; los llamaban Emile y Claire.
 Finalmente llegamos a la puerta número diecisiete de la calle Rosales en las afueras del pueblo. Una enorme mansión yacía frente a nosotros, a pesar del polvo y el desgaste, el color de las paredes seguía de un color blanco brillante. Un enorme prado se cernía alrededor de la casa. Había de todo tipo de plantas, según lo que recordaba, pero una en especial abundaba, las rosas. Aunque ahora todo parecía estar muerto, el invierno claramente estaba haciendo lo suyo, todo estaba cubierto por una buena capa de nieve, incluso el gran sauce de la izquierda estaba sin una sola hoja en sus ramas, la forma de aquél tronco era similar a una mano extraída del suelo. Un pequeño columpio aún colgaba del árbol y cientos de recuerdos vinieron a mi mente. Conocía perfectamente aquella casa… había vuelto a lo que había sido mi antiguo hogar. Me sentía incómodo y bastante extraño, el clima era muy diferente al de la ciudad, aquí no había siquiera una ligera brisa de viento y, sin embargo, el frío era aún mayor.  
A diferencia del pueblo mi antiguo domicilio no parecía haber cambiado mucho, la misma puerta roja con perilla de oro, paredes pintadas de blanco, unas enormes ventanas con cortinas carmesí y hasta arriba, una chimenea de la cual no salía humo, con el frío que hacía me sorprendió que no tuvieran una fogata dentro de la casa. Sonreí para mis adentros pues podía imaginar a mi madre refunfuñando por no querer gastar en madera para hacer fuego, la avaricia era algo que sin duda la describía por completo. Tome mi maletín y salí del carruaje lo más rápido posible, apenas sentí el ligero roce de mis pies en el suelo y mi piel se estremeció, aquellos zapatos que portaba ese día estaban demasiado desgastados, entre usarlos y andar descalzo había muy poca diferencia. Le pague al chofer dándole una excelente propina y se fue cuesta abajo rechazando mi invitación de acompañarme.
Suspiré profundamente y me acerqué a la puerta con cierto nerviosismo. Me quedé parado viendo de cerca la figura que estaba plasmada en el marco de la entrada, una perfecta R estaba dibujada ahí, adornada con ramas de olivo y dos espadas cruzadas. Volví a sonreír y pensé en mi padre, en cuanto le gustaba realzar el apellido de su familia, sin duda alguna mi hermano y yo rompimos el esquema de lo que él consideraba honor y lealtad a su legado, por lo que ni siquiera consideré estar en su testamento de ninguna manera. Fue en ese momento que me asaltó una poderosa duda en mi mente, ¿qué demonios iba a decir? Mi madre debía odiarme, eso era seguro. Sentí un miedo profundo recorriendo mi espalda mientras acercaba mi mano temblorosa hacia la puerta, luego, armándome de valor, llamé tres veces y esperé en silencio.
Apenas abrieron la puerta me quedé pasmado, una chica de tez muy blanca (tan blanca como la nieve) me recibió con una expresión seria y mirada cansada. Su rostro estaba totalmente demacrado, como si no hubiera comido en días. Tenía los ojos completamente grisáceos como el concreto, sus labios denotaban una resequedad impresionante y su cabello estaba un poco revuelto, recogido con una trenza y tenía canas por doquier. Ella usaba un vestido negro gastado y viejo, lo deduje por la suciedad y los agujeros que se veían por doquier.
– ¿Puedo ayudarle? – me dijo después de ver que me había quedado mudo, su tono de voz era frío y sin expresión, aunque lo más sorprendente en aquél momento fue su gema brillante que resaltaba en su escote, un rubí brillaba resplandecientemente en el centro de su vestido, no era grande pero sin duda era muy valioso  
– Busco a la señora Rigtown, Rose Mary Rigtown – dije con un tono nervioso, sabía que había visto aquel rostro, lo recordaba de alguna parte
– ¿Quién la busca? – preguntó muy seriamente sin apartar la mirada de mis ojos
– Dígale que su hijo Alfonse Rigtown ha vuelto – me sentí sumamente incómodo al decir mi nombre de esa manera tan presuntuosa, pero lo que más me sorprendió fue su actitud al contener su aliento cuando escuchó mi nombre
– ¿Alfonse, eres tú? – contestó asombrada
– ¿Nos conocemos? – pregunté confundido
– Soy yo, Anne ¿me recuerdas? 

continuará: viernes 30 de mayo del 2014

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