Leonardo volvió a sentarse. No estaba seguro de
qué esperar. No diario se encontraba con una disyuntiva similar. Aceptar la
realidad que su consciencia le presentaba o abandonar tal pesimismo y correr
hacia la ilusión del momento. “Todo lo que empieza siempre acaba, y por lo
general lo hace mal”. Era el pensamiento que lo acosaba. Pero esa era la
verdad, era lo que él creía era la verdad. Aún así la emoción por experimentar
la esperanza, el deseo de lo imposible lo seducía. No sabía que decisión tomar,
nunca había sido bueno en este tipo de elecciones, ni en ninguno. Tomar el
riesgo o no tomarlo, pensó en ese momento que la propia vida es un riesgo en
sí. Se sintió absurdo, tonto, cobarde. Debía arriesgarse, pero así era, tenía
miedo. Porque hace tiempo había perdido la posibilidad de confiar ciegamente.
Además siempre lo perseguían los fantasmas del fracaso. ¿Qué pasaría si lo que
estaba ante él se convertía en lo que siempre había soñado? ¿Qué si con ello
tocaba el éxtasis tan anhelado? ¿Qué pasaría cuando todo acabase mal? Porque él
sabía que acabaría mal. ¿Qué si no podía aceptar volver a la realidad? ¿Qué
sería lo peor? El tiempo transcurría. El momento de tomar su decisión se
acercaba. Su nerviosismo era evidente. Se vio sorprendido por una gota de sudor
cayendo por su sien. ¿Cómo afectaría esto la decisión y situación que en
momentos afrontaría? Volteó la vista. Vio a esa persona acercarse. Fue ahí que
el ataque de pánico se presentó. Su pulso lo sentía a mil. El corazón casi
abandonaba su pecho. Respirar le resultaba prácticamente imposible. Inútilmente
trató levantarse de la mesa, salir corriendo, pero sus piernas nunca le
respondieron. Ya era muy tarde. Aquella persona había llegado. No había
escapatoria. Tendría que hacerlo. Así lo hizo. Aclaró un poco su garganta y se
dispuso… a comer su postre.
Leonardo Guedázz |