jueves, 12 de marzo de 2015

LOS HUARACHES


En un pueblo cerca de la selva chiapaneca, el canto de los pájaros avisaba el inicio de un nuevo día, la gente que por esos rumbos vivía, estaba alistándose para comenzar la jornada laboral en los campos plataneros de la zona. Un poco más adentrado en la selva, se podía ver una pequeña choza que albergaba a una humilde familia, que al igual que las demás personas, se preparaban para el día de trabajo.  
— ¡A almorzar muchachos! ¿Qué no ven que se les está haciendo tarde para irse a ayudar a su abuelo? ¡Clemente, tú también apúrale, que no vas a alcanzar a llegar! —Era lo que se escuchaba dentro de la choza, la voz de Josefa quien todas las mañanas se levantaba antes que Clemente, su amoroso esposo, y sus dos pequeños hijos; para subir la olla de frijoles y preparar la salsa de tomates y chiles asados que serviría de alimento esa mañana a la modesta familia.  
—Flaca, mejor yo ya me voy. Sírveme nada más un café para aguantar en lo que llego al platanero. —Le dijo Clemente a Josefa con un tono de pesadez.
— ¡Cómo te piensas ir solamente con eso en la panza, te me vas a quedar a medio camino! A mí no me vengas con tus cosas que ya te serví tu taco. —fue la respuesta de su pequeña mujer, y me refiero a ella como pequeña porque realmente era muy bajita, costaba trabajo creer que esa menuda criatura se encargaba de las labores del hogar que consistían desde limpiar la casa hasta ir a recoger leña al monte para preparar la comida. Clemente hizo caso y se dispuso a consumir el escaso pero sabroso alimento en compañía de su familia.
Una vez que Josefa se hubo quedado sola en la casa, inició las labores habituales: enrolló los petates que les servían de abrigo y soporte en las noches, limpio la casa y subió más frijoles para la comida - cena. Cerca de las nueve de la mañana, la joven mujer ya había terminado las actividades del hogar, por lo que se dirigió al  mercadito que quedaba a treinta minutos a pie de su casa para surtirse de maíz y fríjol.
De camino al mercado, ella disfrutaba de la luz del sol que calentaba su piel, y del canto de las aves y pequeños ruidos que los animales selváticos hacían cerca de la delgada brecha que la llevaba hacia su destino; aún con su humilde condición, ella se consideraba dichosa de poder gozar de esos placeres que solo la selva puede ofrecer.
El mercado a lo mucho estaba conformado por quince puestos los cuales ofrecían a los habitantes de la zona distintos recursos que iban desde maíz, chiles y demás alimentos básicos cosechados en la zona, así como petróleo para las lámparas y prendas de vestir.
Estando ahí, Josefa hizo lo que le competía, compró un poco de maíz para los puerquitos y otro tanto de frijol para el alimento de la familia; y  habiendo terminado de hacer esto, decidió retirarse a su hogar a continuar con los quehaceres domésticos.
 Mientras caminaba rumbo a la salida del mercado, algo iluminó su vista y provocó que una sonrisa se dibujara en su cálido rostro. Se trataba de unos huaraches de cuero que estaban colgados en el puesto de Don Fulgencio.
—¿Cuánto cuestan esos cacles, Don Fulgencio? —preguntó Josefa
—Setenta pesos muchacha — respondió el anciano vendedor.
— ¿No podría hacerme una rebajita? Se ven remacizos, y los que trae el Clemente, ya están reviejos y parchados.
— Quisiera ayudarle muchacha, pero yo también tengo que comer, es lo menos que puedo cobrarte— Exclamó Don Fulgencio.
 La luz que había impregnado el rostro de Josefa tardó poco en convertirse en angustia y no tuvo más remedio que dar las gracias y dirigirse a su hogar.
En el camino a casa no podía quitarse la imagen de sus esposo lleno de felicidad al ver el regalo que le había hecho. Pensaba y pensaba; ¿qué podía hacer para poder comprarle los huaraches a su marido?, — ¡ya sé! — recordó su bote de ahorros, en el cual había ochenta pesos que guardaba para emergencias, así que, con una gran sonrisa , corrió a su casa con la ilusión de darle una sorpresa a su marido.
Dentro de la casa, tomó una bolsita de manta y vació el dinero del bote en su interior, y ni lenta ni perezosa se dirigió nuevamente al mercado. Cuando iba camino a la tienda de Don Fulgencio, pasaban cientos de pensamientos sobre lo qué iba a decirle Clemente cuando viera su útil y bonito regalo, ya no escuchó ni el canto de los pájaros y menos vio el paisaje, su mente estaba ocupada en algo más importante, la felicidad de su esposo.
Una vez que hubo llegado a la tienda, pidió los huaraches que tanto le habían gustado.
—Setenta pesos muchacha, ni un peso más ni uno menos—.
Josefa, con una gran sonrisa en su semblante, tomó la bolsita de manta, hizo el ademán de vaciar el contenido sobre la mesa de las cuentas del anciano, pero cuál no fue su sorpresa al ver que no salía nada del interior del saquito, y en lugar del dinero se encontró con un agujero por el que, al parecer, se había escapado ilusión. Sus ojos se llenaron de lágrimas, salió de la tienda y con un sentimiento de angustia que sólo quien haya experimentado una situación similar, puede describir.
Camino a casa, iba buscando en la brecha cualquier indicio de algo brillante que pudiera ser su dinero extraviado. La recorrió una vez de ida y otra de regreso, pero sin éxito alguno, se sentó a la orilla del camino mientras lloraba su pérdida. Mientras se encontraba sollozando, un recuerdo nubló su mente ¡Los frijoles se quedaron en el fogón desde las nueve de la mañana! Clemente llegaría en cualquier momento y ella no solo no tendría la comida lista, sino que la tendría ¡quemada! Su desgracia no podía ser mayor; más veloz que un rayo se levantó y se fue corriendo a la casa.
¡Zaz!, tremendo trancazo se dio, de las prisas que llevaba ni se fijó que en la entrada de la casa había dejado un banquito y fue a dar debajo del mueble que le servía de mesa. Mientras se sobaba la rabadilla, estando aún tirada en suelo, vio que algo brillaba a pocos centímetros de donde ella estaba. ¡Eran las monedas que había dado por perdidas! La ilusión no  había ido con ella la mercado, se había quedado ahí, en su casa.
Josefa no pudo evitar llorar mientras se retorcía por las carcajadas, por la puerta entró Clemente quien al verla en ese estado tan inusual, quiso saber a qué se debía tal situación. Josefa le contó su historia y ambos se rieron y disfrutaron como no hacían desde hacía mucho tiempo.

                                                                                                             CALEIDOSCOPIO