El sexo se había
vuelto agrio entre nosotros. Cada noche era lo mismo; moverse al mismo compás
sin ninguna sensación de placer. Todo era rutinario, aburrido y convencional.
Bueno, casi todo… Era tedioso, aunque ella no parecía verlo así. Aquella noche me
miraba con ojos de pasión, pero yo no podía corresponderle.
– Esto no puede seguir, Verónica –
le dije un tanto agobiado
– ¿Qué? – contestó enojada – ¿No te
gusta?
– No… ya no
Se quitó de encima y se volteó
molesta hacia la ventana. Di un suspiro y comencé a vestirme. Comenzamos a
discutir en voz alta como casi todas las noches desde hacía ya una semana. Ella
agitaba sus manos, aunque no parecía moverse en realidad. No cruzamos mirada
alguna. Una sensación de asco recorrió mi garganta mientras negaba con la
cabeza, rehusándome a aceptar mi culpa. “Es de ella, sí, sólo de ella” me
repetía una y otra vez.
La sentí levantarse de la cama, el
peso de su cuerpo apenas y era perceptible. Alcé la mirada en dirección al
espejo para contemplar su figura. Pude observar su cuerpo blanco y delgado, era
claro… demasiado claro. Ella tomó su vestido blanco y transparente, hasta ese
momento pude notar que parecía una sábana de seda delgada que colgaba desde sus
hombros. No usaba zapatillas, había estado descalza desde que había vuelto a mí.
El silencio entre nosotros abrumaba la habitación, sólo podía oírse avanzar el
segundero del reloj que colgaba en la pared. Ya casi era medianoche. La vi
avanzar hacia la puerta con cierta lentitud y ligereza, como si avanzara sin
mover los pies, apenas tocando el suelo para desplazarse.
Negué con la cabeza y suspiré. Traté
de desviar la mirada hacia otro lado en el espejo. Desde el reflejo pude ver a
mi vecina asomando la cabeza, tenía las manos entre cruzadas y esbozaba una
expresión asustada hacia nuestro cuarto. “¿Nos habrá escuchado?” me pregunté
mientras la veía.
– Entonces me iré – gritó de pronto
Verónica con una voz firme y estridente
– Haz lo que quieras – le respondí
con la voz entrecortada
La
puerta de abrió de golpe y ella salió de forma estrepitosa con ambas manos
cubriendo su rostro. El eco de su sollozo pareció esparcirse por toda la casa.
Me quedé pensativo con las manos cruzadas en la orilla de la cama y comencé a
pensar en el pasado. Todas aquellas peleas que habíamos tenido tiempo atrás,
ella siempre culpándome de todo. Me llamaba celoso, inseguro de mí mismo y
constantemente me repetía que debía dejar de beber de la manera en que lo
hacía. Más de una vez se había apartado de mi lado yéndose a la casa de sus
padres. “Volverá – me decía a mí mismo – siempre vuelve”. Y así lo hacía, era
nuestra rutina, nuestra forma de vivir.
De
todas las ocasiones en que peleábamos siempre recuerdo aquella noche… volvimos
a pelear por el inusual horario en su oficina. Discutimos, forcejeamos y lo
último que recuerdo eran mis manos en su cuello. Tal vez acariciándola, sí,
debía ser eso. Luego de aquél incidente ella se fue. Después de ese día empecé
a obsesionarme con cuidar el jardín de la casa, sólo puedo pensar en lluvia
cayendo y en lodo, mucho lodo en mis manos… Pasados varios días, todo indicaba
que ella no regresaría. “Debe volver” – me decía mientras sollozaba en las
madrugadas.
Cierta
noche, estando ahogado en tristeza y alcohol, la vi entrar de nuevo por la
puerta trasera. Estaba sonriendo, usaba el mismo vestido blanco y su presencia
me erizaba la piel. Había vuelto cuando yo menos lo esperaba, pero volvió, ella
siempre volvía.
La alarma de las doce y cuarto me
hizo volver al presente. Alcé la mirada en dirección a la ventana, la vecina se
había ido. Bajando las escaleras aún se escuchaba el llanto de Verónica
viniendo desde la cocina. Me levanté furioso y fui hasta ella. La puerta de la
calle estaba abierta y las luces de la habitación estaban apagadas. Lo único
que iluminaba su silueta era la luz de la luna que apenas y era perceptible. Ella
y yo volvimos a discutir, esta vez con un tono más bajo, nos habíamos cansado
de gritar y yo le había advertido que nos observaban. Me asomé por el marco de
la portezuela y volví a ver a mi vecina, tenía un teléfono en la mano y me
miraba preocupada. Decidí ignorarla de nuevo. “¿Qué tanto estará viendo?” me
pregunté.
– Tú me llamaste – me replicó de la
nada Verónica – ¡Lo único que extrañabas era coger conmigo porque sabes que
nadie más lo haría!
Golpeé la mesa con fuerza gritándole
que se callara. Me concentré en mirar sus hematomas de los brazos que, según
ella, yo había hecho. Pero eran mentiras, solamente eran mentiras.
Apartó
la mirada y se puso de pie tan rápido que fue difícil notarlo. Cuando menos lo
pensé, ella estaba junto a la puerta que daba a la terraza. Debió salir tan
velozmente que ni siquiera pude ver el momento en que abrió y cerró el portón.
Me encaminé hacia el jardín siguiéndola. Abrí la puerta y ahí estaba ella,
sonriendo como aquella vez, pero no con la misma intención. Me guiño el ojo y
me mandó un beso desde lejos, luego, desapareció entre el césped que había
nacido en ese lugar lleno de lodo. Yo sabía lo que aquello significaba, pero me
rehusaba a creerlo. No era posible, no otra vez… Se había ido de nuevo.
Mi
vecina estaba del otro lado de la calle, mirándome con cierto recelo junto con
otros miembros de la cuadra. Pero ellos no entendían, me juzgan loco, me han
llamado demente desde que estoy con ella porque no pueden verla… “¡Ella es
real, ahí está!”, les repetía una y otra vez señalando el césped. Las sirenas
de la policía se escucharon por delante de la casa. Me tiré al suelo afligido,
pateando la orilla del portón, lloré como nunca lamentándome de mi burdo
destino. Los oficiales llegaron por detrás de mí y, entre risas y lamentos,
comencé a gritarles: “¡Volverá… ella siempre vuelve!”
Eric Medina (THANATOS)