MIGRAÑA
Ahora
todo puede tomarse en capsulas: los anticonceptivos, la figura que uno desea,
los alimentos, la felicidad, el tiempo, la libertad. Incluso tomarse a Dios. Pero
todo es tan banal y es necesario que el hombre se engañe de vez en cuando para
vivir. Así como también tomar paracetamol para contrarrestar problemas severos
de la cabeza causados por el colectivo en desacuerdo.
Mi
cabeza es un vinilo hecho de hueso dónde se ha grabado las melodías más
bizarras en forma de pensamiento. Al estilo Hank Mobley y sus álbumes de los 60´s. Cuando el primer
síntoma de la migraña llega, se baja una aguja y comienza a girar sobre mi
cráneo, raspando cada medula hasta las entrañas de las ideas más catastróficas
y el florecimiento de un delirium tremens
apenas se asoma. Sin embargo, cuando la migraña llega en su plena morfología,
viene disfrazada de un elefante, camina a paso lento y a los lejos ya se
distingue, pues los sensores de mis oídos se han amplificado a un punto dónde
ya no soporto ni la estridente tarea de una aguja al coser. El elefante cada
vez más se acerca y cada pata tiene la resonancia de un fuerte tambor de Morricone
dentro de una sala hueca. El elefante comienza a trepar, no lo distingo
visualmente, pues su cuerpo ha sido distorsionado por mis ojos gracias a la
aguja anterior. Al fin llega a la cúspide de mi cerebro, y en una pata intenta
estar en equilibrio sobre la aguja que antes reproducía los sonidos más
extraños. Es pesado. Denso como el mismo texto ahora, todo se vuelve náuseas y el
mínimo destello de luz podría hacer enojar más al elefante al punto de que comience
a brincar sobre la aguja. Lo ha hecho. La
sangre se esparce.
Vienen
los médicos. Viene esa gente que se compadece de ti. No quiero que nadie me
pregunte nada, ni si quiera los extraños, a todos les causa morbo ver a dicho
elefante que no se alejan con tal de contemplarlo y extasiarse de una moralidad
ingenua y terca que aun no comprendo. El elefante se ha convertido en el centro
de atención y sobre mí, parece estar impregnada una carpa de circo. Adelante. ¡Pasen!
Pasen todos y tomen asiento. Vienen las pastillas. No hay comida, el dinero es
insuficiente, el refrigerador vacío igual el estómago. Pero debo dejar caer
químicos agrios para el bienestar de mi cuerpo. ¿Bienestar? Sí, bienestar.
Olvida el KFC, la carne empaquetada y
recién salida del rastro, olvida las guacamayas, los tacos de cerdo y cualquier otro alimento. Toma capsulas.
¿Vegetariano? Jamás, los he visto a todos en las noches buscando sexo, buscando
carne. Se contradicen cínicamente. Tambaleo. Enmudezco. Me detengo.
He cerrado los ojos días enteros sin dormir
necesariamente. La migraña se convierte y convierte todo. El silencio en
explosión. El aleteo de mariposas en ráfagas de aire. El sexo en asco. La luz en
ceguera. La migraña se vuelve palabra. Aparece periódicamente, a veces con fuerza
o flaqueando. Otras veces se ausenta y se llega a olvidar que se siente la
migraña o se olvida simplemente de cómo escribir. En realidad nunca he sabido
escribir. La migraña no se cura, yace de por vida en este cuerpo amorfo y tan
sólo se controla; cómo la palabra. De por vida correrá en las venas y no existirá
cura para tal veneno. Espero
constantemente la visita de aquel paquidermo embrutecido por el sopor de su
existencia. Siempre estoy listo para recibirlo; metales, café, cigarros, un
paso. Notas. Un sorbo. Una calada. Llega. La aguja raspa y el pesado mamífero
da piruetas hasta nublarme por completo. Después de días la estancia del animal
termina. Se retira con el mismo paso con el que llegó (a ritmo de Hard Bop) y lo veo alejarse, cargando
sobre su lomo varios trozos de mi cabeza; herido en este escape prosaico. No sé cuándo será el momento
en el que se lleve consigo todo, dejándome en la locura por la culpa de su
vaivén mostrenco.
Me acostumbré tanto a la obscuridad que cuando el casero
por fin cambió las pastillas de luz y los focos se encendieron, los confundí
con el venir de Dios.