Las cuatro estaciones
By θανατος
Prefacio: Esta
historia es muy larga, pero merece ser contada. Está dividida por partes (aún
no sé cuántas serán). Espero puedan disfrutarla tanto como yo lo hice al
escribirla.
PARTE I
INVIERNO
I
Más allá de las
montañas de nieve existe un lugar conocido como “las cuatro estaciones”. Es un
pintoresco pueblo donde abunda la miel y el pan, la gente es cariñosa todo el
tiempo. Los árboles genealógicos se conectan entre sí, es como si el lugar
fuera una enorme gran familia. No se podría encontrar un sitio más tranquilo y
apacible para visitar… Yo solía vivir ahí, pase toda mi infancia y parte de mi
juventud en tan pintoresco poblado, lleno de enormes sauces que se cernían por
toda la calle principal. Las pequeñas casas a su alrededor siempre eran cálidas
y acogedoras, no había ningún hogar en donde no se recibiera con una cómoda
estancia frente a la fogata y una rica taza de chocolate caliente, aunque no sólo
era en las pequeños hogares. Una vez al año, las grandes mansiones ofrecían un
enorme baile donde se invitaba a todo el pueblo para lo que conocían como la
convivencia, la gran fiesta en donde todas las familias podían verse reunidas.
Al menos así solía recordar el valle en que crecí, no obstante, el destino ya
me tenía preparadas varias sorpresas para el fin del invierno.
Solía
vivir en una lujosa mansión y tuve la oportunidad para continuar con el negocio
de la familia. Vivía bastante feliz y me la pasaba jugando con la hija del ama
de llaves, una pequeña niña llamada Anne Strife. Pero aquello no era mi
ambición, yo deseaba algo más que ser el conocido anfitrión de la convivencia,
además, estaba harto de los discursos de mi padre sobre el honor de la familia
y cómo él quería un gran legado de nuestra parte. Mi hermano y yo mandamos eso
al carajo y decidimos seguir la senda de lo que más anhelábamos, aunque ello
implicare la deshonra.
Hace
seis años que había tenido que irme del lugar ya que no ofrecía oportunidades
de estudio para el trabajo que yo anhelaba, así que a la edad de dieciocho años escapé a la ciudad más cercana con la esperanza de tener un
futuro mejor. Yo y mi hermano Benjamin decidimos irnos juntos con el objetivo
de cumplir nuestros más anhelados sueños y, por azares del destino, lo
logramos. Yo pude integrarme a un pequeño grupo practicante de medicina y mi
hermano se afilió a la milicia. Ambos éramos muy diferentes, mientras que él
juro nunca volver a aquel espantoso lugar al que alguna vez llamo hogar, yo,
por el contrario, me prometí que jamás lo olvidaría y así fuera tarde o
temprano volvería.
Pasaron
muchos inviernos antes de que por fin se me otorgara un título de médico y mi
hermano ganara otras tres estrellas en su uniforme de primer oficial. Durante
poco más de seis meses me dediqué a atender heridos de la guerra en el norte
hasta que por fin tuve el suficiente dinero para poner mi propio consultorio en
el centro de la ciudad. Mientras tanto, Benjamín, después de haber servido en
el frente, comenzó a perderse en el alcohol y con las prostitutas en los
burdeles, cada vez nos veíamos menos hasta que llego un punto en que nos
olvidamos el uno del otro. Si no hubiera sido por los usuales reclamos que la
gente me hacía respecto a él por su uso excesivo de fuerza ni siquiera sabría
si seguía vivo, aunque la mayoría del tiempo estaba preocupado por él.
Así
fue mi cotidiana y aburrida vida en la ciudad por el último año hasta que
recibí una carta de mi madre. Estaba fechada con un año anterior en que se
había escrito, según el cartero, habían tenido ciertas dificultades con el
mensajero que venía de las cuatro estaciones. Hice caso omiso a sus excusas
pues había comenzado a leer las líneas que mi madre había escrito, en ellas se
contenía el mensaje más desgarrador que había leído en mi vida: “Tu padre ha
muerto”, había escrito mi madre con caligrafía borrosa. En ese momento
comprendí que me había alejado demasiado tiempo de mi antiguo hogar y giré mi
mirada hacia las montañas de nieve en el este.
Hice
los preparativos tan rápido como pude, tome lo absolutamente necesario en una
maleta pequeña, mi maletín médico y un libro que acababa de comprar. Tome todo el dinero que tenía, alquilé un buen carruaje y me dirigí
directo hacia las cuatro estaciones. No le mencione nada a mi hermano, puesto
que no conocía su paradero y, aunque lo hubiera sabido, no lo habría hecho.
Era
medio día cuando los caballos comenzaron a andar, mientras, la nieve caía
apaciguadamente y sobre nosotros se cernía un cielo apagado y solitario. La
ciudad quedaba atrás y mi pesarosa aventura estaba comenzando, aunque más que
aventura fue una pesadilla total.
El
viaje a caballo duraba bastante así que tuve tiempo suficiente para leer
aquella novela de terror que había comprado. Iba demasiado incomodo porque, a
pesar de traer un buen abrigo, el frío era totalmente desgarrador. Mientras más
avanzábamos hacia la colina y nos adentrábamos en lo profundo del camino, aquél
que atravesaba por en medio de las montañas de nieve, un vacío congelante nos
rodeaba; no por nada llamaban a aquél paso el segundo ártico. Cabalgamos por al
menos unas cuatro horas antes de llegar a las faldas de la montaña, desde ahí,
aún faltaban al menos otras seis horas antes de llegar a las fronteras de las
cuatro estaciones. Después de un buen rato leyendo, observando el paisaje y
siendo arrullado por el carruaje, finamente me quede dormido. Comencé a soñar
con un canario de color carmesí que me hablaba. Cuando desperté estaba abrumado
y con cierta consternación, pero no le di importancia alguna a dicho sueño
(bien pudo haber sido mi primera señal). Ya casi anochecía cuando llegamos por
fin a la entrada del pueblo. Un enorme cartel pintado de azul celeste yacía a
la derecha del camino, unas letras de color dorado, desgastadas por el tiempo,
anunciaban la llegada al poblado:
BIENVENIDOS A LAS CUATRO ESTACIONES
Lugar apacible y de buen corazón
Recordaba
las calles llenas con un singular manto de nieve, una capa tan delgada que el
suelo parecía estar cubierto por una sábana, no obstante, ahora solamente
quedaba una calle adoquinada y muy gastada de color grisáceo. También podía
acordarme de las personas sonrientes que saludaban a cualquier visitante, sin
embargo ahora, mientras asomaba mi mirada por la ventana, sólo podía distinguir
repudio, cansancio, tristeza o simplemente un rostro totalmente demacrado. Todo
estaba tan cambiado, los edificios se veían tan acabados al igual que la
mayoría de la gente, el ambiente era sumamente tétrico, nada comparado con los
días animados de mi infancia “¿Qué demonios le pudo haber ocurrido a este
precioso lugar en seis años?”, me pregunté mientras avanzábamos por la calle
principal. Una neblina densa se esparcía en el ambiente, el clima era más frío
que en la ciudad y todos los negocios parecían estar en quiebra. Ni siquiera la
panadería de la señora Miller estaba tan animada como siempre; recordaba una
enorme variedad de pastelillos coloridos y azucarados en el mostrador, ahora lo
único que había sobre él era un pan gastado y de color negro que no llamaba
para nada al apetito. Avanzamos y avanzamos durante más de media hora
recorriendo las calles centrales del pueblo, podíamos ver como la decadencia
iba apoderándose poco a poco del lugar. Incluso la gran parroquia del centro
parecía haber perdido su atractivo. El reloj marcaba las diez de la mañana y las campanadas comenzaron a sonar justo cuando nos dirigíamos hacia un camino de terracería, ahí en donde estaban los dos
más famosos sauces del condado; los llamaban Emile y Claire.
Finalmente llegamos a la puerta número
diecisiete de la calle Rosales en las afueras del pueblo. Una enorme mansión
yacía frente a nosotros, a pesar del polvo y el desgaste, el color de las
paredes seguía de un color blanco brillante. Un enorme prado se cernía
alrededor de la casa. Había de todo tipo de plantas, según lo que recordaba,
pero una en especial abundaba, las rosas. Aunque ahora todo parecía estar
muerto, el invierno claramente estaba haciendo lo suyo, todo estaba cubierto
por una buena capa de nieve, incluso el gran sauce de la izquierda estaba sin
una sola hoja en sus ramas, la forma de aquél tronco era similar a una mano
extraída del suelo. Un pequeño columpio aún colgaba del árbol y cientos de
recuerdos vinieron a mi mente. Conocía perfectamente aquella casa… había vuelto
a lo que había sido mi antiguo hogar. Me sentía incómodo y bastante extraño, el
clima era muy diferente al de la ciudad, aquí no había siquiera una ligera
brisa de viento y, sin embargo, el frío era aún mayor.
A
diferencia del pueblo mi antiguo domicilio no parecía haber cambiado mucho, la
misma puerta roja con perilla de oro, paredes pintadas de blanco, unas enormes
ventanas con cortinas carmesí y hasta arriba, una chimenea de la cual no salía
humo, con el frío que hacía me sorprendió que no tuvieran una fogata dentro de
la casa. Sonreí para mis adentros pues podía imaginar a mi madre refunfuñando
por no querer gastar en madera para hacer fuego, la avaricia era algo que sin
duda la describía por completo. Tome mi maletín y salí del carruaje lo más
rápido posible, apenas sentí el ligero roce de mis pies en el suelo y mi piel
se estremeció, aquellos zapatos que portaba ese día estaban demasiado
desgastados, entre usarlos y andar descalzo había muy poca diferencia. Le pague
al chofer dándole una excelente propina y se fue cuesta abajo rechazando mi
invitación de acompañarme.
Suspiré
profundamente y me acerqué a la puerta con cierto nerviosismo. Me quedé parado
viendo de cerca la figura que estaba plasmada en el marco de la entrada, una
perfecta R estaba dibujada ahí, adornada con ramas de olivo y dos espadas
cruzadas. Volví a sonreír y pensé en mi padre, en cuanto le gustaba realzar el
apellido de su familia, sin duda alguna mi hermano y yo rompimos el esquema de
lo que él consideraba honor y lealtad a su legado, por lo que ni siquiera consideré
estar en su testamento de ninguna manera. Fue en ese momento que me asaltó una
poderosa duda en mi mente, ¿qué demonios iba a decir? Mi madre debía odiarme,
eso era seguro. Sentí un miedo profundo recorriendo mi espalda mientras
acercaba mi mano temblorosa hacia la puerta, luego, armándome de valor, llamé
tres veces y esperé en silencio.
Apenas
abrieron la puerta me quedé pasmado, una chica de tez muy blanca (tan blanca
como la nieve) me recibió con una expresión seria y mirada cansada. Su rostro
estaba totalmente demacrado, como si no hubiera comido en días. Tenía los ojos
completamente grisáceos como el concreto, sus labios denotaban una resequedad
impresionante y su cabello estaba un poco revuelto, recogido con una trenza y
tenía canas por doquier. Ella usaba un vestido negro gastado y viejo, lo deduje
por la suciedad y los agujeros que se veían por doquier.
–
¿Puedo ayudarle? – me dijo después de ver que me había quedado mudo, su tono de
voz era frío y sin expresión, aunque lo más sorprendente en aquél momento fue
su gema brillante que resaltaba en su escote, un rubí brillaba
resplandecientemente en el centro de su vestido, no era grande pero sin duda
era muy valioso
–
Busco a la señora Rigtown, Rose Mary Rigtown – dije con un tono nervioso, sabía
que había visto aquel rostro, lo recordaba de alguna parte
–
¿Quién la busca? – preguntó muy seriamente sin apartar la mirada de mis ojos
–
Dígale que su hijo Alfonse Rigtown ha vuelto – me sentí sumamente incómodo al
decir mi nombre de esa manera tan presuntuosa, pero lo que más me sorprendió
fue su actitud al contener su aliento cuando escuchó mi nombre
–
¿Alfonse, eres tú? – contestó asombrada
–
¿Nos conocemos? – pregunté confundido