domingo, 28 de septiembre de 2014

MIGRAÑA Por Hombre de Carbón


MIGRAÑA
 
 
 

Ahora todo puede tomarse en capsulas: los anticonceptivos, la figura que uno desea, los alimentos, la felicidad, el tiempo, la libertad. Incluso tomarse a Dios. Pero todo es tan banal y es necesario que el hombre se engañe de vez en cuando para vivir. Así como también tomar paracetamol para contrarrestar problemas severos de la cabeza causados por el colectivo en desacuerdo.

Mi cabeza es un vinilo hecho de hueso dónde se ha grabado las melodías más bizarras en forma de pensamiento. Al estilo Hank Mobley  y sus álbumes de los 60´s. Cuando el primer síntoma de la migraña llega, se baja una aguja y comienza a girar sobre mi cráneo, raspando cada medula hasta las entrañas de las ideas más catastróficas y el florecimiento de un delirium tremens apenas se asoma. Sin embargo, cuando la migraña llega en su plena morfología, viene disfrazada de un elefante, camina a paso lento y a los lejos ya se distingue, pues los sensores de mis oídos se han amplificado a un punto dónde ya no soporto ni la estridente tarea de una aguja al coser. El elefante cada vez más se acerca y cada pata tiene la resonancia de un fuerte tambor de Morricone dentro de una sala hueca. El elefante comienza a trepar, no lo distingo visualmente, pues su cuerpo ha sido distorsionado por mis ojos gracias a la aguja anterior. Al fin llega a la cúspide de mi cerebro, y en una pata intenta estar en equilibrio sobre la aguja que antes reproducía los sonidos más extraños. Es pesado. Denso como el mismo texto ahora, todo se vuelve náuseas y el mínimo destello de luz podría hacer enojar más al elefante al punto de que comience a brincar sobre la aguja. Lo  ha hecho. La sangre se esparce.

Vienen los médicos. Viene esa gente que se compadece de ti. No quiero que nadie me pregunte nada, ni si quiera los extraños, a todos les causa morbo ver a dicho elefante que no se alejan con tal de contemplarlo y extasiarse de una moralidad ingenua y terca que aun no comprendo. El elefante se ha convertido en el centro de atención y sobre mí, parece estar impregnada una carpa de circo. Adelante. ¡Pasen! Pasen todos y tomen asiento. Vienen las pastillas. No hay comida, el dinero es insuficiente, el refrigerador vacío igual el estómago. Pero debo dejar caer químicos agrios para el bienestar de mi cuerpo. ¿Bienestar? Sí, bienestar. Olvida el KFC, la carne empaquetada y recién salida del rastro, olvida las guacamayas, los tacos de cerdo  y cualquier otro alimento. Toma capsulas. ¿Vegetariano? Jamás, los he visto a todos en las noches buscando sexo, buscando carne. Se contradicen cínicamente. Tambaleo. Enmudezco. Me detengo.

He  cerrado los ojos días enteros sin dormir necesariamente. La migraña se convierte y convierte todo. El silencio en explosión. El aleteo de mariposas en ráfagas de aire. El sexo en asco. La luz en ceguera. La migraña se vuelve palabra. Aparece periódicamente, a veces con fuerza o flaqueando. Otras veces se ausenta y se llega a olvidar que se siente la migraña o se olvida simplemente de cómo escribir. En realidad nunca he sabido escribir. La migraña no se cura, yace de por vida en este cuerpo amorfo y tan sólo se controla; cómo la palabra. De por vida correrá en las venas y no existirá cura para tal veneno.  Espero constantemente la visita de aquel paquidermo embrutecido por el sopor de su existencia. Siempre estoy listo para recibirlo; metales, café, cigarros, un paso. Notas. Un sorbo. Una calada. Llega. La aguja raspa y el pesado mamífero da piruetas hasta nublarme por completo. Después de días la estancia del animal termina. Se retira con el mismo paso con el que llegó (a ritmo de Hard Bop) y lo veo alejarse, cargando sobre su lomo varios trozos de mi cabeza; herido en este  escape prosaico. No sé cuándo será el momento en el que se lleve consigo todo, dejándome en la locura por la culpa de su vaivén mostrenco.

 

Me acostumbré tanto a la obscuridad que cuando el casero por fin cambió las pastillas de luz y los focos se encendieron, los confundí con el venir de Dios.

lunes, 22 de septiembre de 2014

ELLA SIEMPRE VUELVE


El sexo se había vuelto agrio entre nosotros. Cada noche era lo mismo; moverse al mismo compás sin ninguna sensación de placer. Todo era rutinario, aburrido y convencional. Bueno, casi todo… Era tedioso, aunque ella no parecía verlo así. Aquella noche me miraba con ojos de pasión, pero yo no podía corresponderle.
            – Esto no puede seguir, Verónica – le dije un tanto agobiado
            – ¿Qué? – contestó enojada – ¿No te gusta?
            – No… ya no
            Se quitó de encima y se volteó molesta hacia la ventana. Di un suspiro y comencé a vestirme. Comenzamos a discutir en voz alta como casi todas las noches desde hacía ya una semana. Ella agitaba sus manos, aunque no parecía moverse en realidad. No cruzamos mirada alguna. Una sensación de asco recorrió mi garganta mientras negaba con la cabeza, rehusándome a aceptar mi culpa. “Es de ella, sí, sólo de ella” me repetía una y otra vez.
            La sentí levantarse de la cama, el peso de su cuerpo apenas y era perceptible. Alcé la mirada en dirección al espejo para contemplar su figura. Pude observar su cuerpo blanco y delgado, era claro… demasiado claro. Ella tomó su vestido blanco y transparente, hasta ese momento pude notar que parecía una sábana de seda delgada que colgaba desde sus hombros. No usaba zapatillas, había estado descalza desde que había vuelto a mí. El silencio entre nosotros abrumaba la habitación, sólo podía oírse avanzar el segundero del reloj que colgaba en la pared. Ya casi era medianoche. La vi avanzar hacia la puerta con cierta lentitud y ligereza, como si avanzara sin mover los pies, apenas tocando el suelo para desplazarse.
            Negué con la cabeza y suspiré. Traté de desviar la mirada hacia otro lado en el espejo. Desde el reflejo pude ver a mi vecina asomando la cabeza, tenía las manos entre cruzadas y esbozaba una expresión asustada hacia nuestro cuarto. “¿Nos habrá escuchado?” me pregunté mientras la veía.
            – Entonces me iré – gritó de pronto Verónica con una voz firme y estridente
            – Haz lo que quieras – le respondí con la voz entrecortada
La puerta de abrió de golpe y ella salió de forma estrepitosa con ambas manos cubriendo su rostro. El eco de su sollozo pareció esparcirse por toda la casa. Me quedé pensativo con las manos cruzadas en la orilla de la cama y comencé a pensar en el pasado. Todas aquellas peleas que habíamos tenido tiempo atrás, ella siempre culpándome de todo. Me llamaba celoso, inseguro de mí mismo y constantemente me repetía que debía dejar de beber de la manera en que lo hacía. Más de una vez se había apartado de mi lado yéndose a la casa de sus padres. “Volverá – me decía a mí mismo – siempre vuelve”. Y así lo hacía, era nuestra rutina, nuestra forma de vivir.
De todas las ocasiones en que peleábamos siempre recuerdo aquella noche… volvimos a pelear por el inusual horario en su oficina. Discutimos, forcejeamos y lo último que recuerdo eran mis manos en su cuello. Tal vez acariciándola, sí, debía ser eso. Luego de aquél incidente ella se fue. Después de ese día empecé a obsesionarme con cuidar el jardín de la casa, sólo puedo pensar en lluvia cayendo y en lodo, mucho lodo en mis manos… Pasados varios días, todo indicaba que ella no regresaría. “Debe volver” – me decía mientras sollozaba en las madrugadas.
Cierta noche, estando ahogado en tristeza y alcohol, la vi entrar de nuevo por la puerta trasera. Estaba sonriendo, usaba el mismo vestido blanco y su presencia me erizaba la piel. Había vuelto cuando yo menos lo esperaba, pero volvió, ella siempre volvía.
            La alarma de las doce y cuarto me hizo volver al presente. Alcé la mirada en dirección a la ventana, la vecina se había ido. Bajando las escaleras aún se escuchaba el llanto de Verónica viniendo desde la cocina. Me levanté furioso y fui hasta ella. La puerta de la calle estaba abierta y las luces de la habitación estaban apagadas. Lo único que iluminaba su silueta era la luz de la luna que apenas y era perceptible. Ella y yo volvimos a discutir, esta vez con un tono más bajo, nos habíamos cansado de gritar y yo le había advertido que nos observaban. Me asomé por el marco de la portezuela y volví a ver a mi vecina, tenía un teléfono en la mano y me miraba preocupada. Decidí ignorarla de nuevo. “¿Qué tanto estará viendo?” me pregunté.
            – Tú me llamaste – me replicó de la nada Verónica – ¡Lo único que extrañabas era coger conmigo porque sabes que nadie más lo haría!
            Golpeé la mesa con fuerza gritándole que se callara. Me concentré en mirar sus hematomas de los brazos que, según ella, yo había hecho. Pero eran mentiras, solamente eran mentiras.
Apartó la mirada y se puso de pie tan rápido que fue difícil notarlo. Cuando menos lo pensé, ella estaba junto a la puerta que daba a la terraza. Debió salir tan velozmente que ni siquiera pude ver el momento en que abrió y cerró el portón. Me encaminé hacia el jardín siguiéndola. Abrí la puerta y ahí estaba ella, sonriendo como aquella vez, pero no con la misma intención. Me guiño el ojo y me mandó un beso desde lejos, luego, desapareció entre el césped que había nacido en ese lugar lleno de lodo. Yo sabía lo que aquello significaba, pero me rehusaba a creerlo. No era posible, no otra vez… Se había ido de nuevo.

Mi vecina estaba del otro lado de la calle, mirándome con cierto recelo junto con otros miembros de la cuadra. Pero ellos no entendían, me juzgan loco, me han llamado demente desde que estoy con ella porque no pueden verla… “¡Ella es real, ahí está!”, les repetía una y otra vez señalando el césped. Las sirenas de la policía se escucharon por delante de la casa. Me tiré al suelo afligido, pateando la orilla del portón, lloré como nunca lamentándome de mi burdo destino. Los oficiales llegaron por detrás de mí y, entre risas y lamentos, comencé a gritarles: “¡Volverá… ella siempre vuelve!”

Eric Medina (THANATOS)