lunes, 30 de marzo de 2015

Hazlo despacito


Hay una cárcel al sur del condado. Ahí sólo mandan mujeres… mujeres asesinas. Te sorprenderá escucharlo pero yo soy una de ellas. No es sorpresa, era de esperarse. Sí, yo maté a mi marido, no hay nada más que decir al respecto. Lo que te interesa saber es el cómo y el por qué, o bueno, eso me han contado. Pues bien, estoy decidida a contarte la verdad y las razones por las cuales terminé haciéndolo.
         Bastará decirte que nací en el condado de Río Grande para darte cuenta de cómo fue mi vida pasada. En ese lugar no hay más que desolación y hambre; lo usual en México, tú entiendes de que hablo. En ese lugar se come cada dos días si tienes suerte. Y del agua ni se diga, tenías que escarbar profundamente en la tierra para conseguir un pequeño charco que te abasteciera.
         Mi familia no era la excepción en esta situación, de hecho, si por colonias hablamos, nosotros vivíamos en las peores zonas de la región, afectados constantemente por los derrumbes ya que nos ubicábamos en la cordillera de la colina al sur del condado. Ahí si son fríos y no las chingaderas de la ciudad en la que tú vives. Tú que vas a saber de sufrir, con ese trajecito que te cargas seguro vives en una hermosa casa y disfrutas de una buena fogata en tu chimenea de hombre elegante.
No, ni me digas nada, conozco a los de tu tipo. Eres igualito a como era él… Aún me acuerdo cuando llegó por primera vez a la ciudad; alto, fornido y con una barba tupida, de esa clase de hombres que usualmente no verías por aquí.
         Por aquél entonces yo trabajaba en la cantina “Paraíso”, un pinche tugurio de mala muerte donde abundaba el alcohol y el sexo barato. Supones bien al verme con esos ojos, duda de mí, es lógico lo que yo hacía en ese lugar. Exacto, tienes razón, no sólo era camarera, de vez en cuando andaba de golfa con algunos clientes. Era casi tan famosa en aquel entonces como lo soy ahora, te digo. Pero todo el mundo conocía muy bien cómo era yo. Con decirte que mi apodo más célebre era “la cabrona”. Ya te puedes dar una idea de mi reputación, pues ese nombre era en muchos sentidos: ya una diosa en la cama, ya una culera con los hombres. Créelo o no tengo un carácter muy fuerte. Nomás pregunta aquí tras la rejas y verás cómo me ubican luego, luego.
         Yo nunca me había enamorado por obvias razones. Quién se iba a andar fijando en la puta del pueblo. La verdad no me importaba y jamás pensé que lo haría, pero todo se fue a carajo cuando ese pelado entró por primera vez a la cantina. Siempre lo he dicho, la peor maldición de una mujer es el encariñarse con un hombre pues, queramos o no, siempre seremos nosotras las que saldremos más lastimadas.
 Debían ser como eso de las doce cuando mi hermano y él aparecieron por la puerta de en frente. Venían cayéndose de borrachos, riéndose de cada pendejada que se les ocurría. No te voy a mentir, me gustó desde que lo vi. Me arreglé el cabello, me subí la falda, arreglé mi escote, luego, les arrimé una cubeta de cervezas. Antes de irme le guiñé el ojo, le sonreí coquetamente y para cuando me di la vuelta dispuesta a irme me acarició la pierna y me dio una buena nalgada.
         – ¡Qué buena estás, mamacita! – me gritó antes de que me fuera
         Era un cabrón hecho y derecho, creo que ya te diste cuenta de eso. Desde ese día regresaba diario a “Paraíso” nada más para verme, o bueno, eso me decía. Aunque después me enteré de sus pinches negocios con el dueño del lugar. Por aquel entonces ignoraba en qué trabajaba ese hombre y para serte sincera me valía madres, lo único que me importaba era él. Ambos nos traíamos ganas, nos dejábamos llevar por la pasión luego de unos tragos de tequila y unos agarrones en frente de todos. Después de eso ya fajábamos por aquí, luego por allá. Lo tenía grande… me refiero, claro, al orgullo. No le gustaba cuando estaba con otros hombres. Hasta llegó a pagarle una gran suma de dinero al dueño con tal que me reservara sólo para él. Sus celos llegaron a tal grado que un día, inesperadamente, llegó vestido con un traje charro y con un gran ramo de rosas al congal.
         – ¿Qué pues, mija, se anima a venirse conmigo o se me va a poner de apretada? – me dijo sacando un anillo de su bolsillo
         Por supuesto le dije que sí. Por más estúpido que te suene ha sido lo más romántico que alguien ha hecho por mí. Nos fuimos de “Paraíso” casi de inmediato y me llevó a vivir a su casona en las afueras de condado. Ya suponía yo que el cabrón era rico, pero jamás me imaginé qué tanto. Nomás hubieras visto su casa: tres pisos, terraza, establo y un pequeño sembradío de maíz. «Es mío, todo mío» pensé mientras entrabamos con la camioneta. Jamás he vivido tan cómodamente como lo hice en esa casa, al menos al principio…
Las primeras semanas fueron miel sobre hojuelas. Cogíamos casi todos los días, me llevaba a pasear, me compraba cosas. A la mayoría de los hombres les gusta ser engañados, esa es la verdad. Te lo digo yo que soy experta en ello. Un par de gritos durante el sexo, incluyendo palabras tan falsas como «¡Ay, papi!» o «¡Qué rico!» y ellos son felices. No les importa el amor ni esas estupideces de las que se hablan entre viejas pendejas o maricones. La triste realidad es esa, cueste a quien le cueste. Él me consentía, eso era lo importante para mí. Por eso no me importaba cuando me pedía ciertas cosas que usualmente no haría con ningún hombre, pero a él lo quería, ese fue mi error. De las cosas más extravagantes era que me pedía afeitarlo cada cierto tiempo, disque le gustaba.
– Ándele, rasúreme la barba, pero hágalo despacito – solía decirme por las noches
Nunca hice nada de quehacer, tenía sirvientes de sobra, el paraíso de toda mujer, ¿no lo crees? Sin embargo las dudas sí llegaron a mi cabeza pasado cierto tiempo en la casona, pero cuando le preguntaba cómo es que tenía tanto dinero nunca me respondía, aunque ya era bastante obvio cuál era su profesión. El negocio crecía con abundancia en el condado. Si bien las personas no tenían para tragar si le compraban sus chingaderas a mi marido. Pero ni modo, así es la gente, que se le puede hacer.
Jamás me involucré en sus negocios turbios, yo me limitaba a vestirme como reina y acompañarlo a sus reuniones importantes. Le decían “Ernesto”, pero ese jamás fue su verdadero nombre. No me lo preguntes, no te lo voy a decir.
Empecé a conocer muchos de sus secretos; alianzas importantes, corrupción con todo mundo y sobornos por donde quiera. Había matado a mucha gente. Tampoco me preguntes a cuanta porque no lo sé y ya no quiero acordarme del aproximado que me dieron… Además ese es el meollo del asunto, ¡por eso lo maté al hijo de la chingada!
Mi hermano necesitaba trabajo y fue a llorarle a “Ernesto” una noche para que le diera chamba. Él, por supuesto, no se negó pero le hizo varias advertencias sobre en lo que se estaba metiendo. A Jairo, mi hermano, no le importó y aceptó de inmediato. «Ándate con cuidado, cabrón» le dije muy seria aquella noche. Todo iba bien, el negocio florecía y mi carnal se hizo de lana en poco tiempo. Un día se fueron al norte a completar algo que ellos llamaron “un negocio muy importante” y yo me quedé sola toda una semana. Empecé a preocuparme pues me habían dicho que en cinco días estarían de vuelta en el condado. Estaba que me llevaba la chingada y me alegré bastante al recibir una llamada avisando que ya iban de regreso.
Mi emoción no duró mucho pues de las cuatro camionetas que se habían ido sólo habían regresado dos, éstas, además, con agujeros de bala por todos lados. El único que se bajó del auto junto con los guardias era mi marido. Venía con una barba que le llenaba toda la cara, tenía el brazo enyesado y cicatrices por todos lados, me sonrió, pero yo no le devolví el gesto. Él sabía exactamente cuál era el motivo de mi expresión.
– Jairo no va a volver – me dijo muy serio
Intentó abrazarme pero lo aventé y le di una cachetada.
– ¡Cómo que no va a volver, pero si iba contigo, debías protegerlo!
Muy enojado por la bofetada me agarró del cuello con su mano sana y comenzó a ahorcarme. Los demás nada más se nos quedaban viendo, unos incluso hasta se reían de mí.
– Escúchame bien, pendeja – me dijo aun apretando – no te mato nomás porque tengo una deuda de vida con tu hermano, pero ay de ti si me vuelves a faltar así el respeto y entonces si me vas a conocer
Me dio una golpiza de los mil demonios y no paró de pegarme hasta que quedé tirada en el piso sangrando de la nariz y de la boca. Ordenó que me levantaran y que alguno de los sirvientes me atendiera. Las heridas me dolían, pero más me pesaba la muerte de Jairo. ¡Y todo por los pinches negocios! Aquella noche lloré como nunca lo había hecho, me contó la mucama que mis alaridos resonaban en toda la casona asustando a todos. Pero eso al hijo de la chingada le valía madres, no era la primera vez que perdía a uno de sus trabajadores y no sería la última. Pasaron varios días en que él durmió en otra habitación y yo me quedaba sola. No salí del cuarto en por lo menos una semana, sólo me llevaban de comer y era todo. Ernesto se fue recuperando paulatinamente y en ocasiones intentaba hablar conmigo, pero era inútil intentar cruzar palabras conmigo.
 – ¡Vete a chingar tu madre! – le gritaba cuando tocaba la puerta
La casona se volvió triste y con un ambiente tenso. Nadie me hablaba pero todos seguían respetándome. Unas noches después, el cabrón se puso hasta las chanclas y llegó a mi habitación poniéndose de rodillas, implorando mi perdón. Pude correrlo pero tuve una mejor idea, un plan mejor dicho. Lo pasé al baño, le lavé la cara y lo peiné. Puse una toalla alrededor de su cuello y le llené con espuma la abundante barba que portaba. Lo tomé de la cabeza y lo besé, pero no fue un beso lindo sino uno austero, rudo, lleno de odio… de repulsión. Él estaba mareado y a duras penas me mantenía consciente de lo que pasaba. Le sonreí, me puse detrás de él.
– ¿Te gusta despacito o no cabrón? – le dije antes de deslizar la navaja de afeitar
Una mirada de espanto y pánico se reflejaba en el espejo mientras me observaba. No podía gritar, no podía moverse y yo estaba contenta, era feliz como nunca lo había hecho. Lo último que quedó de él fueron unos ojos de sorpresa y una toalla llena de sangre alrededor de su cuello.
No dormí esa noche, me quedé mirándolo para comprobar lo que efectivamente era verdad desde aquél instante. Sí, estaba muerto y no pasó mucho tiempo antes de que alguien llegara y nos viera. Tuve suerte, la recamarera sólo llamó a la policía, bien podría estar muerta. Ahora que tienes la confesión sabes el por qué te había dicho que no necesitaba defensa alguna, pues lo mismo que te he dicho a ti se lo dije al juez esta tarde. Estoy condenada, eso ya lo sé. Si no me ejecuta la ley seguramente algún amigo de Ernesto lo hará… Si, para cuando den las doce estaré muerta, tú estarás viéndome y te preguntarás si he hecho algo malo. Eso lo dejo a tu criterio. 
                                                                               ERIC MEDINA