Soliloquios
de una letra a y una letra i.
Algún
día de estos, nos leeremos.
1
02/10/2021
He
vuelto a perder mis pasos entre los andenes de una central de autobuses. Cargué
improvisadamente cuanto pude en una sola maleta. No sé, si sonreír o llorar,
por darme cuenta de que mi vida cabe en tan poco espacio, tu vida debe abarcar
cientos de metros por lo cual no podía seguir
instalada junto a ti. Traje conmigo un par de vestidos, otro de medias y
los tacones azules que me obsequiaste,
aquella tarde que tu jefe te incrementó aquel sueldo mísero que gastabas en
películas extrañas y botellas de tinto corriente. Hace años que ya no sé nada
de ti, prometiste enviarme cartas y postales redactadas desde algún café o desde la banqueta de un
callejón. Quizá por esa manía que tienes de contemplar el humo de tu cigarrillo
se te ha olvidado que escribes para alguien y no para ti, egoísta. Aún sigo revisando sosegada el buzón, todos
los días a las siete de la tarde mientras el sol muere. Después de tanto tiempo
verlo vacío, cual si fuese atardecer
desértico de miradas en octubre, decidí venir a buscarte a esta ciudad con la
que soñabas vivir desde que eras un adolescente huraño. Para mi sorpresa, he
encontrado fácilmente el cuarto que
alquilabas, eres tan irreconocible mi extraño a. La cacera es muy amable, aunque le brotó del rostro una
expresión fatídica que desquebrajaba sus ojos (te guardaba cariño), mientras me
confesaba que apenas un par de semanas antes se enteró de que tu cuarto ya no
la habitabas tú. Ahora lo habita el polvo, lo sombrío, ese olor a hierba barata
que haz comenzado volver a fumar, tus
acetatos de jazz hechos añicos y poemarios manchados por el mismo tinto con el
que escribías. También lo habita, esta libretilla cuyos únicos renglones
limpios han servido para dejar dicha
nota por si regresas y decides volver.
2
06/10/2021
He
vuelto a perder mis pasos entre los andenes de una central de autobuses.
Terminé creyendo que era lo mejor, después de escuchar las últimas piezas de
Shelton Brooks y azotarle contra el espejo que se convirtió en el baúl de mi
voz. Salí despavorido, intentando alcanzar los años depositados en ese cuarto.
Ni siquiera pude coger las amistades grandiosas con las que pasé encuentros
fortuitos durante horas eternas: las palabras trilces de Vallejo; los paseos
junto a Hernández en New York asesinando
gatos sin tregua y los gustos similares de jazz con Sartre, a pesar de que
nunca pudimos entablar un diálogo, preferíamos beber café, cerrar los ojos y hacerle el amor a la memoria con some of these days mientras los vals de
humo se cortejaban, en fin. Más tarde me di cuenta, al querer encender el
último cigarro mientras caminaba por las
carreteras del bajío –pues el dinero sólo fue suficiente para pagar algunos kilómetros-,
que venía conmigo Nikolai Gogol y su
consumido capote por el frío ruso. Al
igual que el mío, por los vientos del cuévano. Compartimos la última dosis de
nicotina tartamudeando versos de Catulo y arrojando cristales de sal al
terminar de citarlos.
He
podido llegar, con los pies adoloridos y el olfato moribundo, pues comencé a
desmembrar el olor de la cantera rosa tratando de dar con el perfume de tus
huellas, fue inútil. Sin rastro alguno de tu piel nívea, me estrellé con las
puertas de un antiguo bar al que acudía, a pesar de mi falta de dinero decidí
entrar, consiguiendo reconocer unos viejos amigos que al estudiar mi apariencia
decidieron invitarme un trago. El maldito dinero no deja de asecharme y huir,
desea que lo persiga pero no ha tenido la suerte para desplomarme de mi escritorio y salga en busca
del mismo. Me río, me río con una carcajada aristofánica que he llegado a
sentir pena de él. Entonces, es cuando decido enviar mis delirios a las editoriales
que siguen sin querer publicarme o leerme al menos, y la última biblioteca para
la que trabajé, optó por correrme definitivamente al enterarse de que era yo quien robaba los tomos de Alfonso
Reyes y no el viejo conserje. La cuenta del banco ha ido cayendo poco a poco
como mis ojeras, de las que estoy seguro que en un par de noches más lograrán
al fin, besar la comisura de mis labios.
Encontré
nuestro apartamento –bueno, el tuyo-, había olvidado la dirección aunque parezca
imposible y con algunas referencias de los que se encontraban en el bar, supe
que era bastante fácil rodear algunas avenidas y llegar. Es muy distinto al que
habitábamos, lograste deshacerte de las dos únicas pinturas de Edward Hopper que compré en Brooklyn y las
cambiaste, por una repisa para colocar
fotografías de tus amigas contigo bebiendo en los mismos lugares. Era de
esperarse. Los deseos de querer tomarte por la cintura y desnudarte lentamente
como lo hacía antes, se vinieron abajo cuando vi aquel Cristo postrado sobre la
cabecera de la cama, en vez de una obra de Nobuyoshi Araki, que sin saber cómo,
extendía el eco de tus gemidos. Vaya espacio, hasta cambiar o quitar cuadros de
las paredes, hacen a uno tan diferente.
Ah,
mi querida i, la he pasado bien de
algún modo allá, en el mundo ése, el mío. Por cierto, olvidé mi libreta
favorita. La quería traer para que supieras, cuanto te he borrado, te he
pensado, te he escrito. Sin embargo, gracias a tu terca disciplina de querer
agendarlo todo, encontré una agenda con fecha del siguiente año, que seguro la
utilizarás para tus quehaceres y al fin, podrás leer esta nota.
José
Alfredo Barriga Juárez.