lunes, 21 de julio de 2014

Soliloquios de una letra a y una letra i. Por hombre de carbón


Soliloquios de una letra a y una letra i.
 

Algún día de estos, nos leeremos.
 
 
 
 

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02/10/2021

He vuelto a perder mis pasos entre los andenes de una central de autobuses. Cargué improvisadamente cuanto pude en una sola maleta. No sé, si sonreír o llorar, por darme cuenta de que mi vida cabe en tan poco espacio, tu vida debe abarcar cientos de metros por lo cual no podía seguir  instalada junto a ti. Traje conmigo un par de vestidos, otro de medias y los tacones azules  que me obsequiaste, aquella tarde que tu jefe te incrementó aquel sueldo mísero que gastabas en películas extrañas y botellas de tinto corriente. Hace años que ya no sé nada de ti, prometiste enviarme cartas y postales redactadas desde  algún café o desde la banqueta de un callejón. Quizá por esa manía que tienes de contemplar el humo de tu cigarrillo se te ha olvidado que escribes para alguien y no para ti, egoísta.  Aún sigo revisando sosegada el buzón, todos los días a las siete de la tarde mientras el sol muere. Después de tanto tiempo verlo  vacío, cual si fuese atardecer desértico de miradas en octubre, decidí venir a buscarte a esta ciudad con la que soñabas vivir desde que eras un adolescente huraño. Para mi sorpresa, he encontrado fácilmente  el cuarto que alquilabas, eres tan irreconocible mi extraño a. La cacera es muy amable, aunque le brotó del rostro una expresión fatídica que desquebrajaba sus ojos (te guardaba cariño), mientras me confesaba que apenas un par de semanas antes se enteró de que tu cuarto ya no la habitabas tú. Ahora lo habita el polvo, lo sombrío, ese olor a hierba barata que haz comenzado volver a  fumar, tus acetatos de jazz hechos añicos y poemarios manchados por el mismo tinto con el que escribías. También lo habita, esta libretilla cuyos únicos renglones limpios  han servido para dejar dicha nota por si regresas y decides volver.

 

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06/10/2021

He vuelto a perder mis pasos entre los andenes de una central de autobuses. Terminé creyendo que era lo mejor, después de escuchar las últimas piezas de Shelton Brooks y azotarle contra el espejo que se convirtió en el baúl de mi voz. Salí despavorido, intentando alcanzar los años depositados en ese cuarto. Ni siquiera pude coger las amistades grandiosas con las que pasé encuentros fortuitos durante horas eternas: las palabras trilces de Vallejo; los paseos junto a  Hernández en New York asesinando gatos sin tregua y los gustos similares de jazz con Sartre, a pesar de que nunca pudimos entablar un diálogo, preferíamos beber café, cerrar los ojos  y hacerle el amor a la memoria con some of these days mientras los vals de humo se cortejaban, en fin. Más tarde me di cuenta, al querer encender el último cigarro  mientras caminaba por las carreteras del bajío –pues el dinero sólo fue suficiente para pagar algunos kilómetros-,  que venía conmigo Nikolai Gogol y su consumido capote por el frío ruso. Al igual que el mío, por los vientos del cuévano. Compartimos la última dosis de nicotina tartamudeando versos de Catulo y arrojando cristales de sal al terminar de citarlos.

He podido llegar, con los pies adoloridos y el olfato moribundo, pues comencé a desmembrar el olor de la cantera rosa tratando de dar con el perfume de tus huellas, fue inútil. Sin rastro alguno de tu piel nívea, me estrellé con las puertas de un antiguo bar al que acudía, a pesar de mi falta de dinero decidí entrar, consiguiendo reconocer unos viejos amigos que al estudiar mi apariencia decidieron invitarme un trago. El maldito dinero no deja de asecharme y huir, desea que lo persiga pero no ha tenido la suerte para  desplomarme de mi escritorio y salga en busca del mismo. Me río, me río con una carcajada aristofánica que he llegado a sentir pena de él. Entonces, es cuando decido enviar mis delirios a las editoriales que siguen sin querer publicarme o leerme al menos, y la última biblioteca para la que trabajé, optó por correrme definitivamente al enterarse de  que era yo quien robaba los tomos de Alfonso Reyes y no el viejo conserje. La cuenta del banco ha ido cayendo poco a poco como mis ojeras, de las que estoy seguro que en un par de noches más lograrán al fin,  besar la comisura de mis labios.

Encontré nuestro apartamento –bueno, el tuyo-,  había olvidado la dirección aunque parezca imposible y con algunas referencias de los que se encontraban en el bar, supe que era bastante fácil rodear algunas avenidas y llegar. Es muy distinto al que habitábamos, lograste deshacerte de las dos únicas pinturas  de Edward Hopper que compré en Brooklyn y las cambiaste, por una  repisa para colocar fotografías de tus amigas contigo bebiendo en los mismos lugares. Era de esperarse. Los deseos de querer tomarte por la cintura y desnudarte lentamente como lo hacía antes, se vinieron abajo cuando vi aquel Cristo postrado sobre la cabecera de la cama, en vez de una obra de Nobuyoshi Araki, que sin saber cómo, extendía el eco de tus gemidos. Vaya espacio, hasta cambiar o quitar cuadros de las paredes, hacen a uno tan diferente.

Ah, mi querida i, la he pasado bien de algún modo allá, en el mundo ése, el mío. Por cierto, olvidé mi libreta favorita. La quería traer para que supieras, cuanto te he borrado, te he pensado, te he escrito. Sin embargo, gracias a tu terca disciplina de querer agendarlo todo, encontré una agenda con fecha del siguiente año, que seguro la utilizarás para tus quehaceres y al fin, podrás leer esta nota.

 

 

 

José Alfredo Barriga Juárez.

 

domingo, 20 de julio de 2014

Una mezcla de horror y tristeza Por Jacaranda


UNA MEZCLA DE HORROR Y TRISTEZA


            En la infancia uno no es consciente de mucho, de la mortalidad del humano, por ejemplo. Yo realmente pensaba que no había fin en la vida, que no habría fin para mis juegos y travesuras; que Don Joaquín seguiría viejo por siempre.

            Los sollozos de Doña Margarita se escuchaban hasta mi casa, en ese entonces eran mi música de juego. La preocupación salía de las manos de mi mamá mientras amasaba ¿quién estará cuidando a los niños? Y seguía amasando. Don Joaquín había fallecido dos días antes, de cáncer de pulmón, creo; yo nunca había visto a un muerto, tenía ocho años cuando vi a Don Joaquín tendido en un petate, todavía no lo metían a la caja, si la tuvieran lo habrían hecho, si tuvieran dinero la habrían comprado.

            Recuerdo que le preguntaba a la gente “¿por qué está así Don Joaquín?”, todos me decían que estaba dormido, ya eran más de las doce de la tarde y no comprendía por qué no despertaba aún. Supe que ya no desertaría cuando mi mamá me dio un coscorrón por zarandear el cuerpo queriendo ver al viejo abrir los ojos, pero nada. Tal vez era el egoísmo de un chiquillo, pero realmente me hubiese gustado que abriera los ojos para ir a los caballitos de los portales, que hiciera aritos de humo con el humo de su cigarrillo o que me mandara a robarle manzanas del jardín a Doña Lupita; mis pensamientos de desvanecieron de sopetón  cuando vi llegar la caja de muerto, al parecer Don Chema había vendido uno de sus caballos para poder comprarla, después de todo era su mejor amigo, incluso mío. Cuando Don Chema me cargó limpió sus lágrimas en mi camisa “¿cómo ves? Ya se nos fue Joaquín”; me bajó para que lo viera más de cerca, la tapa estaba muy pesada y por más que traté no la pude abrir, los demás sólo me miraban con cara larga. Mi mamá me llevo un tamal de chile negro, me encantaba el chile negro, pero no me lo quise comer, miré a mi alrededor, nadie estaba sonriendo, excepto Don Chema que estaba en la puerta, parecía que hablaba con la botella de tequila medio vacía “quiero ser grande para tomar tequila”, eso pensé; del otro lado estaba mi mamá ayudando a Doña Margarita con los niños, ella los arrullaba mientras Doña Margarita lloraba. Todo junto me dio una sensación de horror y tristeza, y por primera vez le lloré a un muerto.
JACARANDA

martes, 8 de julio de 2014

Morir de mal de prosa junto a la playa por Hombre de Carbón


Morir de mal de prosa junto a la playa.
 
 
 
 

Puedo morir de mal de prosa,  para escribir del rompe-olas, del hiato infinito entre tus labios y mi nombre, del sol y su llanto sobre mi piel caliza; morir de mal de prosa para escribir sobre la playa, en la que un día las gaviotas acecharon nuestro andar como carnada y tragarlo con boca de olvido; entonces he de morir de mal de prosa para escribir sobre mi muerte contigo. Porque es hablar de féretros.  De epitafios escritos con sal y enmarcados con escamas de un corazón iracundo. Las vísceras de nuestro reloj explotan,  se han roto y todas sus partículas yacen a la orilla de la playa como peces globo pinchados con petróleo.

Tejimos con arena tu tacto y el mío, sin embargo la red se debilitó, demasiada tensión para tratar de capturar las ambrosías bajo este cielo ámbar, de cirros y vientos húmedos como el último hálito de tu sexo en mi lenguaje. Mensajes suicidas en las botellas. Y no las que arrojan al mar, botellas que se exprimen en la barra de algún bar. Naufrago. Faquir. En la memoria de la diáspora de tus recuerdos mórbidos me encontré perdido frente al espejo de mi habitación, vaya andar el mío. Seductor lúdico, intento llegar al encuentro de mi prosa y de su muerte y de la mía, más mía que tuya. Trepando en la balsa de tu espalda, remé con mi tórax contra la marejada de los borrones y bosquejos de tus besos   mortíferos en  mi libreta. Puntos suspensivos después de la palabra caricia… punto y aparte.

 -Antes de morir de mal de  prosa, ¿qué deseas?- Me preguntas ingenua.

-Tarolas y trompetas de un Miles Davis afectado por la heroína, como yo de la prosa. Levantar por última vez con nuestras manos siameses una caracola y escuchar Autumn Leaves. Orquestas de quimeras en el letargo de un yo, que se dirige con dirección contraria a la conjugación futura de tus verbos. Velas encendidas al borde de cada letra.  Espectáculos de luces impactando  en el vestido espuma, que muestra  la entrepierna del agua  y el vaivén de vello púbico en las algas que enredan nuestros pies. Que enreda mi muñeca al lápiz y éste a tu letra, cortejando un vals hasta salarnos la piel. Que enreda el mal de prosa de mi vida a su muerte y tú… quedas viva. Salvándote de quedar anclada en las mareas turbias de mis palabras, mientras que yo me enfermo de este mal que escribo.-

 

Hombre de Carbón.