lunes, 30 de marzo de 2015

Hazlo despacito


Hay una cárcel al sur del condado. Ahí sólo mandan mujeres… mujeres asesinas. Te sorprenderá escucharlo pero yo soy una de ellas. No es sorpresa, era de esperarse. Sí, yo maté a mi marido, no hay nada más que decir al respecto. Lo que te interesa saber es el cómo y el por qué, o bueno, eso me han contado. Pues bien, estoy decidida a contarte la verdad y las razones por las cuales terminé haciéndolo.
         Bastará decirte que nací en el condado de Río Grande para darte cuenta de cómo fue mi vida pasada. En ese lugar no hay más que desolación y hambre; lo usual en México, tú entiendes de que hablo. En ese lugar se come cada dos días si tienes suerte. Y del agua ni se diga, tenías que escarbar profundamente en la tierra para conseguir un pequeño charco que te abasteciera.
         Mi familia no era la excepción en esta situación, de hecho, si por colonias hablamos, nosotros vivíamos en las peores zonas de la región, afectados constantemente por los derrumbes ya que nos ubicábamos en la cordillera de la colina al sur del condado. Ahí si son fríos y no las chingaderas de la ciudad en la que tú vives. Tú que vas a saber de sufrir, con ese trajecito que te cargas seguro vives en una hermosa casa y disfrutas de una buena fogata en tu chimenea de hombre elegante.
No, ni me digas nada, conozco a los de tu tipo. Eres igualito a como era él… Aún me acuerdo cuando llegó por primera vez a la ciudad; alto, fornido y con una barba tupida, de esa clase de hombres que usualmente no verías por aquí.
         Por aquél entonces yo trabajaba en la cantina “Paraíso”, un pinche tugurio de mala muerte donde abundaba el alcohol y el sexo barato. Supones bien al verme con esos ojos, duda de mí, es lógico lo que yo hacía en ese lugar. Exacto, tienes razón, no sólo era camarera, de vez en cuando andaba de golfa con algunos clientes. Era casi tan famosa en aquel entonces como lo soy ahora, te digo. Pero todo el mundo conocía muy bien cómo era yo. Con decirte que mi apodo más célebre era “la cabrona”. Ya te puedes dar una idea de mi reputación, pues ese nombre era en muchos sentidos: ya una diosa en la cama, ya una culera con los hombres. Créelo o no tengo un carácter muy fuerte. Nomás pregunta aquí tras la rejas y verás cómo me ubican luego, luego.
         Yo nunca me había enamorado por obvias razones. Quién se iba a andar fijando en la puta del pueblo. La verdad no me importaba y jamás pensé que lo haría, pero todo se fue a carajo cuando ese pelado entró por primera vez a la cantina. Siempre lo he dicho, la peor maldición de una mujer es el encariñarse con un hombre pues, queramos o no, siempre seremos nosotras las que saldremos más lastimadas.
 Debían ser como eso de las doce cuando mi hermano y él aparecieron por la puerta de en frente. Venían cayéndose de borrachos, riéndose de cada pendejada que se les ocurría. No te voy a mentir, me gustó desde que lo vi. Me arreglé el cabello, me subí la falda, arreglé mi escote, luego, les arrimé una cubeta de cervezas. Antes de irme le guiñé el ojo, le sonreí coquetamente y para cuando me di la vuelta dispuesta a irme me acarició la pierna y me dio una buena nalgada.
         – ¡Qué buena estás, mamacita! – me gritó antes de que me fuera
         Era un cabrón hecho y derecho, creo que ya te diste cuenta de eso. Desde ese día regresaba diario a “Paraíso” nada más para verme, o bueno, eso me decía. Aunque después me enteré de sus pinches negocios con el dueño del lugar. Por aquel entonces ignoraba en qué trabajaba ese hombre y para serte sincera me valía madres, lo único que me importaba era él. Ambos nos traíamos ganas, nos dejábamos llevar por la pasión luego de unos tragos de tequila y unos agarrones en frente de todos. Después de eso ya fajábamos por aquí, luego por allá. Lo tenía grande… me refiero, claro, al orgullo. No le gustaba cuando estaba con otros hombres. Hasta llegó a pagarle una gran suma de dinero al dueño con tal que me reservara sólo para él. Sus celos llegaron a tal grado que un día, inesperadamente, llegó vestido con un traje charro y con un gran ramo de rosas al congal.
         – ¿Qué pues, mija, se anima a venirse conmigo o se me va a poner de apretada? – me dijo sacando un anillo de su bolsillo
         Por supuesto le dije que sí. Por más estúpido que te suene ha sido lo más romántico que alguien ha hecho por mí. Nos fuimos de “Paraíso” casi de inmediato y me llevó a vivir a su casona en las afueras de condado. Ya suponía yo que el cabrón era rico, pero jamás me imaginé qué tanto. Nomás hubieras visto su casa: tres pisos, terraza, establo y un pequeño sembradío de maíz. «Es mío, todo mío» pensé mientras entrabamos con la camioneta. Jamás he vivido tan cómodamente como lo hice en esa casa, al menos al principio…
Las primeras semanas fueron miel sobre hojuelas. Cogíamos casi todos los días, me llevaba a pasear, me compraba cosas. A la mayoría de los hombres les gusta ser engañados, esa es la verdad. Te lo digo yo que soy experta en ello. Un par de gritos durante el sexo, incluyendo palabras tan falsas como «¡Ay, papi!» o «¡Qué rico!» y ellos son felices. No les importa el amor ni esas estupideces de las que se hablan entre viejas pendejas o maricones. La triste realidad es esa, cueste a quien le cueste. Él me consentía, eso era lo importante para mí. Por eso no me importaba cuando me pedía ciertas cosas que usualmente no haría con ningún hombre, pero a él lo quería, ese fue mi error. De las cosas más extravagantes era que me pedía afeitarlo cada cierto tiempo, disque le gustaba.
– Ándele, rasúreme la barba, pero hágalo despacito – solía decirme por las noches
Nunca hice nada de quehacer, tenía sirvientes de sobra, el paraíso de toda mujer, ¿no lo crees? Sin embargo las dudas sí llegaron a mi cabeza pasado cierto tiempo en la casona, pero cuando le preguntaba cómo es que tenía tanto dinero nunca me respondía, aunque ya era bastante obvio cuál era su profesión. El negocio crecía con abundancia en el condado. Si bien las personas no tenían para tragar si le compraban sus chingaderas a mi marido. Pero ni modo, así es la gente, que se le puede hacer.
Jamás me involucré en sus negocios turbios, yo me limitaba a vestirme como reina y acompañarlo a sus reuniones importantes. Le decían “Ernesto”, pero ese jamás fue su verdadero nombre. No me lo preguntes, no te lo voy a decir.
Empecé a conocer muchos de sus secretos; alianzas importantes, corrupción con todo mundo y sobornos por donde quiera. Había matado a mucha gente. Tampoco me preguntes a cuanta porque no lo sé y ya no quiero acordarme del aproximado que me dieron… Además ese es el meollo del asunto, ¡por eso lo maté al hijo de la chingada!
Mi hermano necesitaba trabajo y fue a llorarle a “Ernesto” una noche para que le diera chamba. Él, por supuesto, no se negó pero le hizo varias advertencias sobre en lo que se estaba metiendo. A Jairo, mi hermano, no le importó y aceptó de inmediato. «Ándate con cuidado, cabrón» le dije muy seria aquella noche. Todo iba bien, el negocio florecía y mi carnal se hizo de lana en poco tiempo. Un día se fueron al norte a completar algo que ellos llamaron “un negocio muy importante” y yo me quedé sola toda una semana. Empecé a preocuparme pues me habían dicho que en cinco días estarían de vuelta en el condado. Estaba que me llevaba la chingada y me alegré bastante al recibir una llamada avisando que ya iban de regreso.
Mi emoción no duró mucho pues de las cuatro camionetas que se habían ido sólo habían regresado dos, éstas, además, con agujeros de bala por todos lados. El único que se bajó del auto junto con los guardias era mi marido. Venía con una barba que le llenaba toda la cara, tenía el brazo enyesado y cicatrices por todos lados, me sonrió, pero yo no le devolví el gesto. Él sabía exactamente cuál era el motivo de mi expresión.
– Jairo no va a volver – me dijo muy serio
Intentó abrazarme pero lo aventé y le di una cachetada.
– ¡Cómo que no va a volver, pero si iba contigo, debías protegerlo!
Muy enojado por la bofetada me agarró del cuello con su mano sana y comenzó a ahorcarme. Los demás nada más se nos quedaban viendo, unos incluso hasta se reían de mí.
– Escúchame bien, pendeja – me dijo aun apretando – no te mato nomás porque tengo una deuda de vida con tu hermano, pero ay de ti si me vuelves a faltar así el respeto y entonces si me vas a conocer
Me dio una golpiza de los mil demonios y no paró de pegarme hasta que quedé tirada en el piso sangrando de la nariz y de la boca. Ordenó que me levantaran y que alguno de los sirvientes me atendiera. Las heridas me dolían, pero más me pesaba la muerte de Jairo. ¡Y todo por los pinches negocios! Aquella noche lloré como nunca lo había hecho, me contó la mucama que mis alaridos resonaban en toda la casona asustando a todos. Pero eso al hijo de la chingada le valía madres, no era la primera vez que perdía a uno de sus trabajadores y no sería la última. Pasaron varios días en que él durmió en otra habitación y yo me quedaba sola. No salí del cuarto en por lo menos una semana, sólo me llevaban de comer y era todo. Ernesto se fue recuperando paulatinamente y en ocasiones intentaba hablar conmigo, pero era inútil intentar cruzar palabras conmigo.
 – ¡Vete a chingar tu madre! – le gritaba cuando tocaba la puerta
La casona se volvió triste y con un ambiente tenso. Nadie me hablaba pero todos seguían respetándome. Unas noches después, el cabrón se puso hasta las chanclas y llegó a mi habitación poniéndose de rodillas, implorando mi perdón. Pude correrlo pero tuve una mejor idea, un plan mejor dicho. Lo pasé al baño, le lavé la cara y lo peiné. Puse una toalla alrededor de su cuello y le llené con espuma la abundante barba que portaba. Lo tomé de la cabeza y lo besé, pero no fue un beso lindo sino uno austero, rudo, lleno de odio… de repulsión. Él estaba mareado y a duras penas me mantenía consciente de lo que pasaba. Le sonreí, me puse detrás de él.
– ¿Te gusta despacito o no cabrón? – le dije antes de deslizar la navaja de afeitar
Una mirada de espanto y pánico se reflejaba en el espejo mientras me observaba. No podía gritar, no podía moverse y yo estaba contenta, era feliz como nunca lo había hecho. Lo último que quedó de él fueron unos ojos de sorpresa y una toalla llena de sangre alrededor de su cuello.
No dormí esa noche, me quedé mirándolo para comprobar lo que efectivamente era verdad desde aquél instante. Sí, estaba muerto y no pasó mucho tiempo antes de que alguien llegara y nos viera. Tuve suerte, la recamarera sólo llamó a la policía, bien podría estar muerta. Ahora que tienes la confesión sabes el por qué te había dicho que no necesitaba defensa alguna, pues lo mismo que te he dicho a ti se lo dije al juez esta tarde. Estoy condenada, eso ya lo sé. Si no me ejecuta la ley seguramente algún amigo de Ernesto lo hará… Si, para cuando den las doce estaré muerta, tú estarás viéndome y te preguntarás si he hecho algo malo. Eso lo dejo a tu criterio. 
                                                                               ERIC MEDINA

lunes, 23 de marzo de 2015

Poema de un apedreado



Camino callejones tan minúsculos
del tamaño de tu tiempo, en mis muertes
imagino los amantes que estarán combatiendo fríos,
 y se me agrieta el cuerpo como a los árboles.
He trepado una azotea ebrio de luna
para encontrar a solas
un tango, un jazz, que no serán danza-dos,
maullé: ¡refugio! un par de oí-dos,
dónde anidar un ronroneo, fallé.
Fui de los gatos apedreados por la mano de un espejo,
que reflejó el hombre que nunca fui.
                     
                                                                                                       HOMBRE DE CARBÓN

domingo, 22 de marzo de 2015

Ayer descubrí sus ojos

Ayer descubrí sus ojos

O por lo menos ello quiero pensar
y por patético que pudiese parecer
fue una experiencia mágica, sublime,
un segundo que duró mil años,
mil años que viví en un segundo.
Porque se dio todo ello 
que mil años se demora en pasar
le conocí, me enamoré, le amé.
Y todo lo que ella pensó
fue desconocido para mí,
porque no me hacía falta saberlo,
porque le amé sin buscar 
que ella también me amase,
porque fue el sentimiento más puro
que en mi vida habré tenido.
¿Y así terminó? Aún no lo sé.
Sueño con volver a encontrarle
y entonces perderme de nuevo
en el bello color de sus ojos, 
tan bello que incluso los ángeles
sonrojados se mostrarían al verlos.
Éstos que de tono café fueron teñidos 
directamente por la mano de Dios
para regocijo de aquél cuyos ojos
ella decidiera privilegiar con su mirada,
cual caso fue el mío ayer… ¿Ayer?
¿Ayer o hace mil años? No lo sé.
Ahora sólo pienso en reencontrarle,
descubrir sus ojos de nuevo, pero,
mejor que ellos me descubran a mí.
Volverme eterno en ellos, perderme
en su mirada y tal vez algún día
en algún momento, le pregunte su nombre.

Leonardo Guedázz

viernes, 13 de marzo de 2015

De una efímera existencia...




De una efímera existencia...


Y aquí estamos, en nuestra última vez juntos. Mientras te observo desde las sombras a las que me denigras, contemplo estupefacto como en actos furtivos te acercas a mí, y con una dulce caricia de tus labios robas parte de mi esencia, de mi ser. Me aniquilas sin que yo haga algo por defenderme, no puedo. Presencio el momento en que mi alma, desechada por ti, se disuelve en la nada, sabiendo que después de éste desafortunado encuentro, sólo eso seré para ti. Y a pesar de la aflicción que agobia mi corazón por esta cruel realidad, aunque mi tristeza resulte inmensa al pensar en la facilidad con la que prescindirás de cualquier posible recuerdo mío, no me atreveré a reprocharte o cuestionarte en lo absoluto. Hacerlo sería un absurdo. Para mí es más que claro el hecho de que muchos están después de mí, esperando poder ocupar el lugar que en breve dejaré. Y al tomarlos en tus manos, y deleitarte con sus olores, su piel, todo recuerdo mío será borrado. Ya con lo último que de mi alma resta, mientras aún soy consciente y tú tomas un respiro para recuperar el aliento, me reconforta la idea de que no estoy muriendo solo, en realidad, mutuamente nos morimos.




LEONARDO GUEDÁZZ

Con no sé quién, a no sé dónde

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CON NO SÉ QUIÉN, A NO SÉ DÓNDE



Era la edad de la loquera, pero yo no estaba loca, él sí, pero yo no; a mis quince años ya sabía exactamente lo que quería hacer de mi vida, quería casarme con Joaquín y tener un montón de hijos y tenía que decidirse pronto, ya me estaba quedando cotorra. Lástima, yo quería mucho a Joaquín cuando me encontré a José en la calle. Qué mala suerte la mía, en ese momento yo ni sabía su nombre.

Lo recuerdo muy bien ¡cómo olvidarlo! iba yo a las tortillas cuando un hombre se paró a mi lado. Él andaba a caballo. De repente nomas oí que gritaron mi nombre -¡María!- Y me asusté, creí que era el señor de la mercería, que había ido a reclamarme el cierre que me robé, y yo que pensaba que fue un movimiento discreto -¡María!- Repitió, ahí me di cuenta que no era el señor de la mercería, pero igual no sabía quién era. Volteé y vi a un muchacho muy guapo montado en su caballo; lo recorté como hacen las señoras importantes, me tapé bien con mi reboso y seguí caminando. -Pérate María, tú no vas a ninguna parte-. Me indigné ¿Pos quién se creía este para hablarme así?¡ -¿Qué quiere?! Estoy ocupada-. -¡A ti te quiero María! Y te vienes conmigo-. Fue tan rápido, no supe ni a qué horas ya estaba en el pintao caballo; nunca, nunca había estado tan asustada ¿qué iba a pensar Joaquín de mí? Lo golpeé y lo golpeé pero no mas no me hacía caso; le decía que me iba a casar pronto. -Claro que te vas a casar pronto, conmigo mesmo te vas a casar-. Me decía ¡Bah! Ya mucho habían decidido por mí en la vida; traté de saltar pero el muy granuja me tenía bien agarrada de la cintura, ni remedio, yo no quería hacer escándalo pero ya no me importaba, así que empecé a gritar que me robaban lo más fuerte que pude, en eso vi que mi hermano ¡ay mi hermano! Ya iba detrás de nosotros montao en el pinto -¡Apúrate Rodolfo, que me roban!- Dios mío santo, que me da el bajón de presión cuando escucho que el pelao este empezó a tirar balazos al aire, mi hermano ya no pudo seguirnos y me fui con no sé quién a no sé dónde.



Jacaranda Cafetera







jueves, 12 de marzo de 2015

LOS HUARACHES


En un pueblo cerca de la selva chiapaneca, el canto de los pájaros avisaba el inicio de un nuevo día, la gente que por esos rumbos vivía, estaba alistándose para comenzar la jornada laboral en los campos plataneros de la zona. Un poco más adentrado en la selva, se podía ver una pequeña choza que albergaba a una humilde familia, que al igual que las demás personas, se preparaban para el día de trabajo.  
— ¡A almorzar muchachos! ¿Qué no ven que se les está haciendo tarde para irse a ayudar a su abuelo? ¡Clemente, tú también apúrale, que no vas a alcanzar a llegar! —Era lo que se escuchaba dentro de la choza, la voz de Josefa quien todas las mañanas se levantaba antes que Clemente, su amoroso esposo, y sus dos pequeños hijos; para subir la olla de frijoles y preparar la salsa de tomates y chiles asados que serviría de alimento esa mañana a la modesta familia.  
—Flaca, mejor yo ya me voy. Sírveme nada más un café para aguantar en lo que llego al platanero. —Le dijo Clemente a Josefa con un tono de pesadez.
— ¡Cómo te piensas ir solamente con eso en la panza, te me vas a quedar a medio camino! A mí no me vengas con tus cosas que ya te serví tu taco. —fue la respuesta de su pequeña mujer, y me refiero a ella como pequeña porque realmente era muy bajita, costaba trabajo creer que esa menuda criatura se encargaba de las labores del hogar que consistían desde limpiar la casa hasta ir a recoger leña al monte para preparar la comida. Clemente hizo caso y se dispuso a consumir el escaso pero sabroso alimento en compañía de su familia.
Una vez que Josefa se hubo quedado sola en la casa, inició las labores habituales: enrolló los petates que les servían de abrigo y soporte en las noches, limpio la casa y subió más frijoles para la comida - cena. Cerca de las nueve de la mañana, la joven mujer ya había terminado las actividades del hogar, por lo que se dirigió al  mercadito que quedaba a treinta minutos a pie de su casa para surtirse de maíz y fríjol.
De camino al mercado, ella disfrutaba de la luz del sol que calentaba su piel, y del canto de las aves y pequeños ruidos que los animales selváticos hacían cerca de la delgada brecha que la llevaba hacia su destino; aún con su humilde condición, ella se consideraba dichosa de poder gozar de esos placeres que solo la selva puede ofrecer.
El mercado a lo mucho estaba conformado por quince puestos los cuales ofrecían a los habitantes de la zona distintos recursos que iban desde maíz, chiles y demás alimentos básicos cosechados en la zona, así como petróleo para las lámparas y prendas de vestir.
Estando ahí, Josefa hizo lo que le competía, compró un poco de maíz para los puerquitos y otro tanto de frijol para el alimento de la familia; y  habiendo terminado de hacer esto, decidió retirarse a su hogar a continuar con los quehaceres domésticos.
 Mientras caminaba rumbo a la salida del mercado, algo iluminó su vista y provocó que una sonrisa se dibujara en su cálido rostro. Se trataba de unos huaraches de cuero que estaban colgados en el puesto de Don Fulgencio.
—¿Cuánto cuestan esos cacles, Don Fulgencio? —preguntó Josefa
—Setenta pesos muchacha — respondió el anciano vendedor.
— ¿No podría hacerme una rebajita? Se ven remacizos, y los que trae el Clemente, ya están reviejos y parchados.
— Quisiera ayudarle muchacha, pero yo también tengo que comer, es lo menos que puedo cobrarte— Exclamó Don Fulgencio.
 La luz que había impregnado el rostro de Josefa tardó poco en convertirse en angustia y no tuvo más remedio que dar las gracias y dirigirse a su hogar.
En el camino a casa no podía quitarse la imagen de sus esposo lleno de felicidad al ver el regalo que le había hecho. Pensaba y pensaba; ¿qué podía hacer para poder comprarle los huaraches a su marido?, — ¡ya sé! — recordó su bote de ahorros, en el cual había ochenta pesos que guardaba para emergencias, así que, con una gran sonrisa , corrió a su casa con la ilusión de darle una sorpresa a su marido.
Dentro de la casa, tomó una bolsita de manta y vació el dinero del bote en su interior, y ni lenta ni perezosa se dirigió nuevamente al mercado. Cuando iba camino a la tienda de Don Fulgencio, pasaban cientos de pensamientos sobre lo qué iba a decirle Clemente cuando viera su útil y bonito regalo, ya no escuchó ni el canto de los pájaros y menos vio el paisaje, su mente estaba ocupada en algo más importante, la felicidad de su esposo.
Una vez que hubo llegado a la tienda, pidió los huaraches que tanto le habían gustado.
—Setenta pesos muchacha, ni un peso más ni uno menos—.
Josefa, con una gran sonrisa en su semblante, tomó la bolsita de manta, hizo el ademán de vaciar el contenido sobre la mesa de las cuentas del anciano, pero cuál no fue su sorpresa al ver que no salía nada del interior del saquito, y en lugar del dinero se encontró con un agujero por el que, al parecer, se había escapado ilusión. Sus ojos se llenaron de lágrimas, salió de la tienda y con un sentimiento de angustia que sólo quien haya experimentado una situación similar, puede describir.
Camino a casa, iba buscando en la brecha cualquier indicio de algo brillante que pudiera ser su dinero extraviado. La recorrió una vez de ida y otra de regreso, pero sin éxito alguno, se sentó a la orilla del camino mientras lloraba su pérdida. Mientras se encontraba sollozando, un recuerdo nubló su mente ¡Los frijoles se quedaron en el fogón desde las nueve de la mañana! Clemente llegaría en cualquier momento y ella no solo no tendría la comida lista, sino que la tendría ¡quemada! Su desgracia no podía ser mayor; más veloz que un rayo se levantó y se fue corriendo a la casa.
¡Zaz!, tremendo trancazo se dio, de las prisas que llevaba ni se fijó que en la entrada de la casa había dejado un banquito y fue a dar debajo del mueble que le servía de mesa. Mientras se sobaba la rabadilla, estando aún tirada en suelo, vio que algo brillaba a pocos centímetros de donde ella estaba. ¡Eran las monedas que había dado por perdidas! La ilusión no  había ido con ella la mercado, se había quedado ahí, en su casa.
Josefa no pudo evitar llorar mientras se retorcía por las carcajadas, por la puerta entró Clemente quien al verla en ese estado tan inusual, quiso saber a qué se debía tal situación. Josefa le contó su historia y ambos se rieron y disfrutaron como no hacían desde hacía mucho tiempo.

                                                                                                             CALEIDOSCOPIO

sábado, 7 de marzo de 2015

De lo que puedo y no puedo hacer







De lo que puedo y no hacer

Podría cruzar el mundo entero
sólo con la esperanza de encontrarte,
librar y ganar miles de batallas
contra tus demonios, contra los míos.
Podría desterrar cada espina
de cada rosa, para que no te lastime.
Destruir este mundo y crear ése,
justo el que la otra ocasión soñaste.
Podría entrenarme, prepararme
inmolarme, hacerme virtuoso
con tal de ser merecedor de tu aprecio.
Podría incluso encapsular una supernova,
conservarla en ámbar, hacerte un dije
que represente lo absurdo, inmenso e ilógico
que son mis sentimientos hacia ti.
Podría esperarte por toda la eternidad
regalarte mis ojos, para que te veas
tal cual te veo yo ahora.
Entregar mi corazón en tus manos
para que ahí, contigo, deje de latir
o para que si siguiese latiendo
sepas que es sólo por ti.
lo único que no puedo, cariño mío,
lo único que no puedo es ocultar eso
lo que ya de sobra sabes
que te quiero.






Leonardo Guedázz



domingo, 1 de marzo de 2015

Naima en distintas personas


NAIMA EN DISTINTAS PERSONAS


1: Naima en primera persona.
Los ojos me han sido amor-taja-dos, (tres líneas del veracruzano que todo aquél que le repugne el calor y las manos frías en octubre, puede comprender) no logro verla. Es la tercera ocasión que se repite naima y la segunda madrugada continua que paso en vela. Aprendí a escuchar a John Coltrane con los huesos gracias a la mujer que amo. Misma con la que comparto sol sin sombras, luna sin amantes, cafetera sin dormidos, lecturas sin diálogos, un reloj maldito que se cuela en mis nervios y esta leve lluvia que va acorde con los tragos. 

2: Naima en segunda persona.
A estas horas de la madrugada te imagino en la azotea, carboncillo en mano, libreta en las piernas y una luna que ilumina los trazos  que insistes en arrancarle. La lluvia cae saboteando tu misión de felina nocturna. Intento consolarte desde lejos.  Regresas a la habitación disponiéndote a hurgar todos los rincones deseando que mamá no haya vuelto a esconder tus cigarrillos. -¡Mierda!- Exclamas y maldices tu mala suerte sin saber que yo, desde lejos buscaba el encendedor para ti. U otra excusa para que me voltees a ver. Enciendes la radio y la primera estación que sintonizas sabes que es jazz,  desconoces el nombre de la canción y el músico pero te gusta, te recuerda a mí, intentas llorar pero el tiempo te ha secado las cuencas y ahí en ese momento, aprovechas la lluvia.  

3: Naima en tercera persona.
La madrugada se dispone a desfilar entre los callejones. Los badajos de los perros,  los ladridos de las campanas y una escueta lluvia acompañan su llegada. Sólo a esas horas el eco de los que duermen se aprecia con delicadeza. Existen otros que les encanta contaminarla: los que están por destapar la segunda botella y escuchar naima por primera vez y las mujeres que maúllan una canción no aprendida. Amantes antagónicos después de todo. 





HOMBRE DE CARBÓN