Hay una cárcel al sur del condado. Ahí sólo mandan mujeres…
mujeres asesinas. Te sorprenderá escucharlo pero yo soy una de ellas. No es
sorpresa, era de esperarse. Sí, yo maté a mi marido, no hay nada más que decir
al respecto. Lo que te interesa saber es el cómo y el por qué, o bueno, eso me
han contado. Pues bien, estoy decidida a contarte la verdad y las razones por
las cuales terminé haciéndolo.
Bastará
decirte que nací en el condado de Río Grande para darte cuenta de cómo fue mi
vida pasada. En ese lugar no hay más que desolación y hambre; lo usual en
México, tú entiendes de que hablo. En ese lugar se come cada dos días si tienes
suerte. Y del agua ni se diga, tenías que escarbar profundamente en la tierra
para conseguir un pequeño charco que te abasteciera.
Mi familia no
era la excepción en esta situación, de hecho, si por colonias hablamos,
nosotros vivíamos en las peores zonas de la región, afectados constantemente
por los derrumbes ya que nos ubicábamos en la cordillera de la colina al sur
del condado. Ahí si son fríos y no las chingaderas de la ciudad en la que tú
vives. Tú que vas a saber de sufrir, con ese trajecito que te cargas seguro
vives en una hermosa casa y disfrutas de una buena fogata en tu chimenea de hombre
elegante.
No, ni me digas nada, conozco a los de
tu tipo. Eres igualito a como era él… Aún me acuerdo cuando llegó por primera
vez a la ciudad; alto, fornido y con una barba tupida, de esa clase de hombres
que usualmente no verías por aquí.
Por aquél entonces
yo trabajaba en la cantina “Paraíso”, un pinche tugurio de mala muerte donde
abundaba el alcohol y el sexo barato. Supones bien al verme con esos ojos, duda
de mí, es lógico lo que yo hacía en ese lugar. Exacto, tienes razón, no sólo
era camarera, de vez en cuando andaba de golfa con algunos clientes. Era casi
tan famosa en aquel entonces como lo soy ahora, te digo. Pero todo el mundo conocía
muy bien cómo era yo. Con decirte que mi apodo más célebre era “la cabrona”. Ya
te puedes dar una idea de mi reputación, pues ese nombre era en muchos
sentidos: ya una diosa en la cama, ya una culera con los hombres. Créelo o no
tengo un carácter muy fuerte. Nomás pregunta aquí tras la rejas y verás cómo me
ubican luego, luego.
Yo nunca me
había enamorado por obvias razones. Quién se iba a andar fijando en la puta del
pueblo. La verdad no me importaba y jamás pensé que lo haría, pero todo se fue
a carajo cuando ese pelado entró por primera vez a la cantina. Siempre lo he
dicho, la peor maldición de una mujer es el encariñarse con un hombre pues, queramos
o no, siempre seremos nosotras las que saldremos más lastimadas.
Debían ser como eso de las doce cuando mi
hermano y él aparecieron por la puerta de en frente. Venían cayéndose de
borrachos, riéndose de cada pendejada que se les ocurría. No te voy a mentir,
me gustó desde que lo vi. Me arreglé el cabello, me subí la falda, arreglé mi
escote, luego, les arrimé una cubeta de cervezas. Antes de irme le guiñé el
ojo, le sonreí coquetamente y para cuando me di la vuelta dispuesta a irme me
acarició la pierna y me dio una buena nalgada.
– ¡Qué buena
estás, mamacita! – me gritó antes de que me fuera
Era un cabrón
hecho y derecho, creo que ya te diste cuenta de eso. Desde ese día regresaba
diario a “Paraíso” nada más para verme, o bueno, eso me decía. Aunque después
me enteré de sus pinches negocios con el dueño del lugar. Por aquel entonces
ignoraba en qué trabajaba ese hombre y para serte sincera me valía madres, lo
único que me importaba era él. Ambos nos traíamos ganas, nos dejábamos llevar
por la pasión luego de unos tragos de tequila y unos agarrones en frente de
todos. Después de eso ya fajábamos por aquí, luego por allá. Lo tenía grande…
me refiero, claro, al orgullo. No le gustaba cuando estaba con otros hombres.
Hasta llegó a pagarle una gran suma de dinero al dueño con tal que me reservara
sólo para él. Sus celos llegaron a tal grado que un día, inesperadamente, llegó
vestido con un traje charro y con un gran ramo de rosas al congal.
– ¿Qué pues,
mija, se anima a venirse conmigo o se me va a poner de apretada? – me dijo
sacando un anillo de su bolsillo
Por supuesto
le dije que sí. Por más estúpido que te suene ha sido lo más romántico que
alguien ha hecho por mí. Nos fuimos de “Paraíso” casi de inmediato y me llevó a
vivir a su casona en las afueras de condado. Ya suponía yo que el cabrón era
rico, pero jamás me imaginé qué tanto. Nomás hubieras visto su casa: tres
pisos, terraza, establo y un pequeño sembradío de maíz. «Es mío, todo mío»
pensé mientras entrabamos con la camioneta. Jamás he vivido tan cómodamente
como lo hice en esa casa, al menos al principio…
Las primeras semanas fueron miel sobre
hojuelas. Cogíamos casi todos los días, me llevaba a pasear, me compraba cosas.
A la mayoría de los hombres les gusta ser engañados, esa es la verdad. Te lo
digo yo que soy experta en ello. Un par de gritos durante el sexo, incluyendo
palabras tan falsas como «¡Ay, papi!» o «¡Qué rico!» y ellos son felices. No
les importa el amor ni esas estupideces de las que se hablan entre viejas
pendejas o maricones. La triste realidad es esa, cueste a quien le cueste. Él me
consentía, eso era lo importante para mí. Por eso no me importaba cuando me
pedía ciertas cosas que usualmente no haría con ningún hombre, pero a él lo quería,
ese fue mi error. De las cosas más extravagantes era que me pedía afeitarlo
cada cierto tiempo, disque le gustaba.
– Ándele, rasúreme la barba, pero
hágalo despacito – solía decirme por las noches
Nunca hice nada de quehacer, tenía
sirvientes de sobra, el paraíso de toda mujer, ¿no lo crees? Sin embargo las
dudas sí llegaron a mi cabeza pasado cierto tiempo en la casona, pero cuando le
preguntaba cómo es que tenía tanto dinero nunca me respondía, aunque ya era
bastante obvio cuál era su profesión. El negocio crecía con abundancia en el
condado. Si bien las personas no tenían para tragar si le compraban sus
chingaderas a mi marido. Pero ni modo, así es la gente, que se le puede hacer.
Jamás me involucré en sus negocios
turbios, yo me limitaba a vestirme como reina y acompañarlo a sus reuniones
importantes. Le decían “Ernesto”, pero ese jamás fue su verdadero nombre. No me
lo preguntes, no te lo voy a decir.
Empecé a conocer muchos de sus
secretos; alianzas importantes, corrupción con todo mundo y sobornos por donde
quiera. Había matado a mucha gente. Tampoco me preguntes a cuanta porque no lo
sé y ya no quiero acordarme del aproximado que me dieron… Además ese es el
meollo del asunto, ¡por eso lo maté al hijo de la chingada!
Mi hermano necesitaba trabajo y fue a
llorarle a “Ernesto” una noche para que le diera chamba. Él, por supuesto, no
se negó pero le hizo varias advertencias sobre en lo que se estaba metiendo. A
Jairo, mi hermano, no le importó y aceptó de inmediato. «Ándate con cuidado,
cabrón» le dije muy seria aquella noche. Todo iba bien, el negocio florecía y
mi carnal se hizo de lana en poco tiempo. Un día se fueron al norte a completar
algo que ellos llamaron “un negocio muy importante” y yo me quedé sola toda una
semana. Empecé a preocuparme pues me habían dicho que en cinco días estarían de
vuelta en el condado. Estaba que me llevaba la chingada y me alegré bastante al
recibir una llamada avisando que ya iban de regreso.
Mi emoción no duró mucho pues de las
cuatro camionetas que se habían ido sólo habían regresado dos, éstas, además,
con agujeros de bala por todos lados. El único que se bajó del auto junto con
los guardias era mi marido. Venía con una barba que le llenaba toda la cara,
tenía el brazo enyesado y cicatrices por todos lados, me sonrió, pero yo no le
devolví el gesto. Él sabía exactamente cuál era el motivo de mi expresión.
– Jairo no va a volver – me dijo muy
serio
Intentó abrazarme pero lo aventé y le
di una cachetada.
– ¡Cómo que no va a volver, pero si iba
contigo, debías protegerlo!
Muy enojado por la bofetada me agarró
del cuello con su mano sana y comenzó a ahorcarme. Los demás nada más se nos quedaban
viendo, unos incluso hasta se reían de mí.
– Escúchame bien, pendeja – me dijo aun
apretando – no te mato nomás porque tengo una deuda de vida con tu hermano, pero
ay de ti si me vuelves a faltar así el respeto y entonces si me vas a conocer
Me dio una golpiza de los mil demonios
y no paró de pegarme hasta que quedé tirada en el piso sangrando de la nariz y
de la boca. Ordenó que me levantaran y que alguno de los sirvientes me
atendiera. Las heridas me dolían, pero más me pesaba la muerte de Jairo. ¡Y
todo por los pinches negocios! Aquella noche lloré como nunca lo había hecho,
me contó la mucama que mis alaridos resonaban en toda la casona asustando a
todos. Pero eso al hijo de la chingada le valía madres, no era la primera vez
que perdía a uno de sus trabajadores y no sería la última. Pasaron varios días
en que él durmió en otra habitación y yo me quedaba sola. No salí del cuarto en
por lo menos una semana, sólo me llevaban de comer y era todo. Ernesto se fue
recuperando paulatinamente y en ocasiones intentaba hablar conmigo, pero era
inútil intentar cruzar palabras conmigo.
– ¡Vete a chingar tu madre! – le gritaba
cuando tocaba la puerta
La casona se volvió triste y con un
ambiente tenso. Nadie me hablaba pero todos seguían respetándome. Unas noches
después, el cabrón se puso hasta las chanclas y llegó a mi habitación
poniéndose de rodillas, implorando mi perdón. Pude correrlo pero tuve una mejor
idea, un plan mejor dicho. Lo pasé al baño, le lavé la cara y lo peiné. Puse
una toalla alrededor de su cuello y le llené con espuma la abundante barba que
portaba. Lo tomé de la cabeza y lo besé, pero no fue un beso lindo sino uno
austero, rudo, lleno de odio… de repulsión. Él estaba mareado y a duras penas me mantenía consciente de lo que pasaba. Le sonreí, me puse detrás de él.
– ¿Te gusta despacito o no cabrón? – le
dije antes de deslizar la navaja de afeitar
Una mirada de espanto y pánico se reflejaba
en el espejo mientras me observaba. No podía gritar, no podía moverse y yo
estaba contenta, era feliz como nunca lo había hecho. Lo último que quedó de él
fueron unos ojos de sorpresa y una toalla llena de sangre alrededor de su
cuello.
No dormí esa noche, me quedé mirándolo
para comprobar lo que efectivamente era verdad desde aquél instante. Sí, estaba
muerto y no pasó mucho tiempo antes de que alguien llegara y nos viera. Tuve
suerte, la recamarera sólo llamó a la policía, bien podría estar muerta. Ahora
que tienes la confesión sabes el por qué te había dicho que no necesitaba
defensa alguna, pues lo mismo que te he dicho a ti se lo dije al juez esta
tarde. Estoy condenada, eso ya lo sé. Si no me ejecuta la ley seguramente algún
amigo de Ernesto lo hará… Si, para cuando den las doce estaré muerta, tú
estarás viéndome y te preguntarás si he hecho algo malo. Eso lo dejo a tu
criterio.
ERIC MEDINA