sábado, 31 de enero de 2015

Hay un nuevo nopal en la nopalera



                                                                                                           
                                                                        Dedicado a Adán Abrajan de la Cruz

Aquí afuera de la cantina está la pequeña nopalera. No caballeros, no es del cantinero, es del pueblo y ha estado ahí desde que tengo memoria. La conozco bien les digo. Está detrás de ustedes y como podrán ver son once nopales, pero hace un año tan sólo eran diez. Sí, hay un nuevo nopal en la nopalera. Yo lo sé muy bien.
          Aquí en el pueblo de Y. nada pasa inadvertido, todo el mundo se conoce, no puedes hacer nada sin que nadie se entere. Ya bien lo dice el dicho: pueblo chico, infierno grande. Pero ustedes que van a saber de eso si vienen de allá del norte. No, jóvenes, no es lo mismo. En Y. no vale la ley del presidente. Quien manda es Don Gaspar, el hacendado, podrán verlo a tres mesas de distancia por la derecha, ahí en el rincón está. Créanme que a él no le gustan los citadinos. Si lo sabré yo que trabajo para él desde que era chamaco. Por eso les digo que se anden con cuidado por estos rumbos. Nomás lo hubieran visto cuando llegó el señor Varela a la ciudad, si hasta se había puesto rojo del coraje, pero ni modo, tenía que recibirlo en su casa si quería sacar más dinerito. No era el primero que venía, otros diez citadinos ya habían venido a conocer el pueblo de Y.
          Francisco Varela Cázares, se llamaba el nuevo citadino, pero él prefería que le llamáramos por su primer apellido. Era algo raro, lo admito, pero no era cosa del otro mundo a fin de cuentas era re buena persona. “Ha de ser joto” decía Don Gaspar quien lo odió desde el principio, más por la forma en que vestía, con su traje de casimir caro y su maletín de piel. El señor Varela decía que venía por negocios y trató de explicarnos pero pues no entendíamos más que balbuceos que salían de su boca. Sólo una cosa si le entendía, pues me la repetía seguido: “Habrá más trabajo, Daniel, ya verás cómo sacaré a Y. adelante” solía decirme cuando me lo encontraba camino a la hacienda.
          Lo quisimos en verdad y más las mujeres. A las viejas les gusta lo nuevo, lo exótico. Ya se imaginarán entonces cómo se pusieron cuando conocieron al señor Varela. Pues si no era feo el pelado. Era güerito, tenía los ojos de un café bien claro y estaba muy alto. Ya para si no les iba atraer a las calenturientas esas. Pero hasta eso que no les hacía caso, era respetuoso. Tenía modales, pues. No esperábamos menos. Venía de la ciudad, así igualito que ustedes, además sabía un montón, la mayoría del tiempo que hablaba no le entendíamos nada. Intentó enseñarnos algunas cosas pero en cabeza dura no entran ideas y vaya que la de nosotros es de pura piedra. Medio aprendimos a leer y de escribir ni se diga. No se rían jóvenes, está difícil les digo.
          Se hizo de fama en el pueblo, hasta llego un tiempo en que Don Gaspar parecía no odiarlo tanto como solía hacerlo antes. Y tal vez hubieran llegado a ser amigos si no es por la mendiga de Casimira. ¡Esa escuincla es la culpable de todo!, es la hija de Don Gaspar con eso les digo todo. Si, fue ella quien comenzó a coquetearle al señor Varela y no al revés como anda diciendo su padre. No muchachos, ustedes no saben la verdad. Les han envenenado la mente les digo. Si quieren escribir la verdad en su periódico ese tienen que escuchar mi versión.
          Mi esposa Efigenia fue la primera quien me lo dijo, ella lo vio todito. Me contó que un día, cuando el patrón y nosotros nos fuimos temprano a la siembra, ella estaba lavando y vio a la Casimira corriendo nomás con la pura bata hacia los cuartos de huéspedes. La siguió para ver que tramaba la chamaca. Cuál fue su sorpresa cuando vio que se metió al cuarto del güero y cerró la puerta tras ella. Cuando se asomó por una rendija de la puerta vio a Casimira quitándose la bata y quedando toda encuerada frente al señor. Éste se quedó sin habla y la mocosa le tomó las manos para ponerlas en sus pechos. No es culpa del señor Varela, cedió a la calentura del momento, además él es hombre y pues ya ven luego como son las viejas de arrastradas. ¡Mendiga Casimira que lo provocó! Efigenia no se quedó a ver, nomás le dio su buen susto, se dio su buena persignada y se fue de ahí.
          Poco a poco todos los de la hacienda nos fuimos dando cuenta del romance entre el señor Varela y Casimira. Por suerte Don Gaspar no sospechaba nada por ese entonces y nadie de nosotros le iba a decir. ¿Se imaginan el caos que se armaría si alguien iba de chismoso? No, mejor ni arriesgarle. Fue hasta tiempo después que vinieron los verdaderos problemas. Como un día que me tocó llevarles a los caballos de comer, me topé con que la pareja estaba cogiendo en el establo, ¡nombre para susto que me metí! Nomás hubieran visto la cara de espanto que tenía el señor Varela. Tiempo después me enteré de que no era la primera vez que los sorprendían de esa manera. Suerte que tenía Don Gaspar de nunca encontrárselos… o eso creíamos.
          Pasó una semana desde el incidente en el establo cuando me topé con Don Gaspar en la cantina. Estaba muy pensativo y ya se había bebido más de media botella de tequila. Me senté junto a él y comencé a hacerle plática para que se le olvidaran las penas sin sospechar que él ya sabía sobre los deslices que tenía su hija. Se hizo de noche y seguía sin decir nada hasta que llegó la madrugada y la cantina se quedó casi sola. “Me has hecho favores antes, Daniel” empezó a hablar muy serio. La sangre se me heló, pos si ya sabía de qué estaba hablando. Giré mi mirada para observar la nopalera y luego empecé a negar con la cabeza. Mis manos comenzaron a sudar. “No te hagas pendejo – dijo más enojado, jalándome para mirarlo directito a los ojos – tú ya sabías lo que pasaba y no me dijiste nada, te lo perdono, pero a cambio tienes que hacerme otro favor hoy mismo”. Tenía los ojos inyectados en sangre y respiraba muy rápido. Intenté negarme muchachos, se los juro, pero pos cuando puso la pistola en la mesa en modo de amenaza no tuve otro remedio que aceptar lo que me estaba pidiendo. Me puse de pie decidido a ejecutar la encomienda de mi patrón. “¡Haz que pague ese cabrón!” gritó Don Gaspar a mis espaldas antes de que yo saliera de la cantina.
         
Primero fui al establo y agarré la hoz que había afilado por la mañana. «Con esto ha de bastar» pensé. Caminé a la hacienda y con mucho silencio me colé en el cuarto del pelado. Ahí estaba el señor Varela descobijado, sin camisa y roncando. Tenía el sueño bien agarrado y eso lo hizo más fácil. No me vean con esos ojos, hice lo que tenía que hacer. Lo primero fue cuello, así ya no se movería más. Luego las manos y los pies. Ya bien acomodado, con todo y sábanas, cupo en el costal que me llevé. El maíz pesa, lo he cargado toda mi vida, pero nada se comparaba con el peso del güero. ¡Y la peste, nada puede ser peor que aquél olor!, nombre si sufrí para llevarlo hasta la cantina otra vez. Lo dejé afuera y me metí al congal sudando de pies a cabeza, lleno de sangre de las manos, la cara, mi traje. El cantinero me vio y no hizo nada más que menear la cabeza mientras tronaba los dientes, igualito como los está viendo a ustedes ahora… Don Gaspar estaba que se caía de borracho pero cuando me vio se reanimó un poco. “¡Ya sabes que hacer, pendejo!” me gritó encabronadísimo.
Tuve que hacerlo a pesar de que estaba agotado. Cavé con las manos, créanlo o no. Tenía que hacer una manda, una penitencia que limpiara mi pecado ante Dios nuestro señor. Fue junto al nopal más grande, ese que se ve detrás de ustedes, sí, ahí debió ser donde lo tiré y le volví a echar tierra. Esa noche no pude dormir y me quedé en la cantina con Don Gaspar hasta que amaneció. Nadie dijo nada, pero todos sabían lo que había pasado. Unas dos semanas después, cuando llegaron las otras personas de la ciudad, fue cuando inventaron la versión que ustedes conocen. Les dijeron que el señor Francisco Varela se había perdido en el desierto en una caminata rutinaria y que por más que buscaron no lograron encontrarlo. Es poco convincente, hay que aceptarlo, pero se lo creyeron.
Ya ha pasado un año. Hasta ahora es que policías y periodistas se interesan en la curiosa desaparición del señor Varela. Es por ello que les digo que hay que cuidarse caballeros. Hasta ahora han venido once citadinos para quedarse aquí en el pueblo de Y., con ustedes ahora serían catorce. Ahora que ya saben la verdad deberían estar tan asustados como yo y más porque Don Gaspar no nos ha quitado
la vista de encima desde que llegamos aquí. Les he contado la verdad porque ya todo mundo me señala. No puedes hacer nada en Y. sin que nadie se entere, me parece habérselos dicho antes. Sí, hay un nuevo nopal en la nopalera. Ahora son once nopales y con nosotros ya pronto serán quince…

                                                                                                      Eric Zavala Medina

UNA PENÉLOPE



-Doña celeste...- dijo una pequeña voz-¿a quién espera?- preguntó a una señora muy arreglada que estaba sentada en un banco de madera blanco al lado de la parada del autobús. Por fin se atrevió a preguntarle después de pasar por ese lugar todos los días para ir a la primaria y verla allí sentada, mirando cada cinco minutos, el reloj de plata que le colgaba del cuello y levantando la cara con aire esperanzador en dirección a donde debía aparecer el transporte que traería su alegría; luego veía bajar a todos los pasajeros, miraba al suelo como resignada y se iba. Así era todos los días. -Espero a mi novio- le respondió muy orgullosa arreglándose los bucles canosos que caían sobre sus hombros -¡ah! a su novio- dijo el pequeño y se fue.
          En ese entonces doña Celeste era una señora de unos cuarenta y tantos, que esperaba a su novio
todos los días desde que tenía veinte años, pero para ella la espera había sido de cuatro solamente, es decir, Doña Celeste era una joven de casi veinticinco; por lo tanto nunca comprendió porqué rayos le decían "doña", era muy joven, entendía que se viera un poco cotorra e ilusa por esperar a ese hombre, pero no le importaba, pronto se iba a casar con un joven apuesto e inteligente que se había ido a estudiar a la capital y que le había prometido regresar por ella, entonces le prometió esperarlo.
          Y aunque el tiempo no pasa en vano ella seguía tan jovial como siempre, llegaba a casa, guardaba sus zapatos de tacón azul y doblaba sus vestidos de seda para decidir qué atuendo sorprendería más a su amado; practicaba frente al espejo la expresión que pondría al verlo, ¿qué le diría? ¿se atrevería a besarlo? y cuando pensaba en la posible cara que él pondría al verla tan guapa, se sonrojaba y se lanzaba a la cama como toda adolescente enamorada. No pasaba un sólo día sin hacer lo mismo, si tan sólo su reloj infantil avanzara tanto como su imaginación. Y el tiempo siguió pasando.
Jacaranda cafetera
          -Buenas tardes doña Celeste ¿sigue esperando?- por alguna razón, Celeste no tardó en reconocer la voz del joven, esa voz que un día había preguntado por curiosidad "¿a quién espera?" ya no era tan pequeña y en el joven ya había pasado el tiempo -¿cuántos años tienes joven?- le dijo con un poco de miedo llevando una mano a su reloj de plata -tengo veintisiete años- contestó y se fue, tal como en aquel entonces. Celeste se levantó lentamente de aquel banco de madera que ya no era tan blanco, miró por última vez atrás y comenzó a caminar por fin al mismo tiempo que su reloj plateado.


miércoles, 28 de enero de 2015

De mutuo acuerdo

Desgastemos los recuerdos.
Perdámosle el sentido al ayer.
Olvidemos nuestros rostros.
Desaparezcamos para siempre
de nuestras sensaciones
las de nuestros respectivos labios. 
Apoyemos a la amnesia.
Borremos el momento en que nos conocimos
y junto con él, nuestra historia posterior,
las lágrimas que derramamos
y el amor que llegamos a sentir.
No pienses que es triste, no lo será.
En el olvido quedará nuestro sufrimiento
y podremos volver a empezar
desde cero, sin añoranza alguna,
sin tener en cuenta nuestro fracaso
ni lo que en él perdimos.
Podremos después volver a intentarlo
Entre nosotros, con otros, no importará.
Estaremos libres de culpa, de pecado.
Con una nueva oportunidad de amar,
de reír, de besar, de llorar, de sufrir.
Leonardo Guedázz
Porque nada es peor que vivir en el pasado
Cuando éste se ha olvidado ya de nosotros.

                                                                                                       

viernes, 23 de enero de 2015

MIEDO



Leonardo volvió a sentarse. No estaba seguro de qué esperar. No diario se encontraba con una disyuntiva similar. Aceptar la realidad que su consciencia le presentaba o abandonar tal pesimismo y correr hacia la ilusión del momento. “Todo lo que empieza siempre acaba, y por lo general lo hace mal”. Era el pensamiento que lo acosaba. Pero esa era la verdad, era lo que él creía era la verdad. Aún así la emoción por experimentar la esperanza, el deseo de lo imposible lo seducía. No sabía que decisión tomar, nunca había sido bueno en este tipo de elecciones, ni en ninguno. Tomar el riesgo o no tomarlo, pensó en ese momento que la propia vida es un riesgo en sí. Se sintió absurdo, tonto, cobarde. Debía arriesgarse, pero así era, tenía miedo. Porque hace tiempo había perdido la posibilidad de confiar ciegamente. Además siempre lo perseguían los fantasmas del fracaso. ¿Qué pasaría si lo que estaba ante él se convertía en lo que siempre había soñado? ¿Qué si con ello tocaba el éxtasis tan anhelado? ¿Qué pasaría cuando todo acabase mal? Porque él sabía que acabaría mal. ¿Qué si no podía aceptar volver a la realidad? ¿Qué sería lo peor? El tiempo transcurría. El momento de tomar su decisión se acercaba. Su nerviosismo era evidente. Se vio sorprendido por una gota de sudor cayendo por su sien. ¿Cómo afectaría esto la decisión y situación que en momentos afrontaría? Volteó la vista. Vio a esa persona acercarse. Fue ahí que el ataque de pánico se presentó. Su pulso lo sentía a mil. El corazón casi abandonaba su pecho. Respirar le resultaba prácticamente imposible. Inútilmente trató levantarse de la mesa, salir corriendo, pero sus piernas nunca le respondieron. Ya era muy tarde. Aquella persona había llegado. No había escapatoria. Tendría que hacerlo. Así lo hizo. Aclaró un poco su garganta y se dispuso… a comer su postre.

Leonardo Guedázz