AGALLAS
-¡Concha! ¡Ya ve a
llevarle de comer a tu hermano!
Concha tenía nueve años
apenas cuando ya era la encargada de los
mandado en su casa, como cualquier niño a esa edad naturalmente refunfuñaba cada que la mandaban a hacer uno,
menos cuando se trataba de su hermano, pues eso significaba que podría regresar
a casa montada en el pinto, el caballo que era de su padre, pero que su hermano
montaba.
-Ya voy mamá- se levantó
inmediatamente y acomodó sus canicas en la bolsa de red - ¿puedo regresarme con
él?
-Sí, sí puedes, pero no le
vayas a estorbar y asegúrate de que no se quede mucho tiempo en la tienda-
Alfonso, tenía la costumbre de llegar por un vasito de aguardiente después del
trabajo, ésta además de poder subir al pinto, era una de las razones por las
que le gustaba regresar con su hermano, siempre se preguntaba “¿a qué sabrá esa
cosa?” le causaba tanta curiosidad ver como después de zamparse el aguardiente
todos dejaban escapar un gran “AAAAAHH”.
-Sí, mamá, yo me encargo
-Ándale, pues, ya vete
Como todos los días
después de ir al campo, Alfonso paró en la tienda junto con su hermana.
-Don, deme un vaso, por
favor
-Servido, Alfonso.- y le
pasó un vasito pequeño lleno de aguardiente blanco.
Concha veía asombrada y
curiosa como su hermano hacía “AAAAAAH”, después volteó atrás y vio a todos los
otros clientes hacer “AAAAAH” –Yo quiero probar eso- dijo para sí misma. Todos los
días esperaba el momento en que su hermano se distrajera y poder pedirle al
tendero “un vasito de aguardiente para el antojo”, pero Alfonso siempre
terminaba su trago y se dirigía inmediatamente a la puerta.
II
Ahora más que nunca la
niña esperaba ansiosa la hora de ir a llevarle de comer a su hermano, pero para
su mala suerte: esa mañana Alfonso estaba enfermo. Tenía una garraspera muy fea
y le dolía la garganta, era sólo un resfriado pero no se arriesgarían a que
empeorará, así que su mamá lo mandó a reposar. Concha ya se había resignado a
no ir a la tienda de aguardiente ese día y perder la oportunidad de probarlo,
hasta que su madre le dijo:
-Hija, ve a comprar una
botella de aguardiente para tu hermano, estoy segura que eso le quitará la
garraspera, ándale ve rápido.- a la niña se le pusieron los ojos brillosos y se
levantó inmediatamente de donde estaba, esta vez ni siquiera guardó sus
canicas.
Llegó muy nerviosa a la
puerta de la tienda, agarró aire y entro como entran los señores:
-Don, me vende una botella
de aguardiente, por favor, es para mi hermano.
-Toma, son cinco pesos.
-sí… estem, ¿a cuánto da
el vasito?
-¿tú para qué quieres
saber?- preguntó el tendero levantando las cejas
-Ay pues nomas… ándele, ya
dígame a cuánto – se sentó en la silla con cara de plegaria.
-Diez centavos, Conchita –
el señor vio con interés como la chiquilla metía su pequeña mano a la bolsita
de su vestido para descubrir alegremente que además del dinero de su mamá ella
tría veinte centavos.
-¿Me vende uno para mí?-
el señor, soltó una carcajada y viendo que esta
podía ser una buena broma decidió concederle el deseo a la chiquilla que
desde hace rato había visto tan curiosa.
-Haber pues, toma, pero de
un sorbo eh, como los hombres.
-COMO LOS HOMBRES- dijo la
niña con voz grave y se levantó el vaso. El sonido que salió de la boca de
Concha fue muy diferente al “AAAAAAAH” que ella hubiera querido que fuera, lo
único que le provocó ese trago fue un grito ahogado, un agudo
“IIIIIIIIIIIIIIIIIHHHJ”.
-¡“IIIIIIIHJ” cabrona! – Dijo
entre carcajadas el tendero -¡Ándele con su ma’!- Concha salió pálida y
avergonzada del lugar, suerte que le había sobrado diez centavos más para
comprarse un chicle de menta. Después de jurar no volver a esa tienda, Conchita
como cualquier niño a los nueve años, comenzó a refunfuñar hasta cuando la mandaban llevarle la comida a su hermano.
JACARANDA |
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