El siguiente escrito resulta ser escueto de toda artimaña literaria. Deshabitado de
ornamentación alguna, tan desierto como las calles arriba de los 30°
veraniegos. ¡En fin! Cada cabeza resguarda con recelo detalles de satisfacciones
pretéritas y la mía, no es la excepción. La imagen se repite una y otra vez al
despertarme del lugar en que duerma: semidesnuda te veo caminar de la cama al
baño y del baño a la cama, tu figura acanelada se protege inútilmente del frío del
alborecer y tus poros susurran tímidos, la calidez de mis brazos torpes. Acto
elegiaco el tuyo, gastar unos minutos más conmigo.
Hace
unas semanas que ya no te veo ni por accidente en aquella diminuta ciudad, que
me invitaba a tropezar continuamente con tus ojos durante el día y por la
noche, pudimos darnos al placer del alcohol y cruzarnos en algún bar, un
callejón o incluso, en aquella fiesta que se volvió fugaz al momento de
dibujarnos la desnudez póstuma con nuestros labios. Agazapado a mis nervios te
miro desde otra medianoche que no compartimos. Los personajes contemplativos de
Ryunosuke Akutagawa me hacen evocar de
la misma manera tu espalda, caudalosos
ríos de sal me escurren a la memoria mientras viajo en autobús o fumo un
cigarrillo al esperarlo. Mujer, cronista de un centenar de viajes cristalizados
en el trazo pintoresco. Me entregué en tu orden y te despediste en mi caos
aletargado. Me enseñaste rincones donde la paz se refugiaba, contemplé desde
tus muslos la suntuosidad de la naturaleza y encontré paisajes suspendidos en
una armonía azulada que tus pechos ofrecían a contra luz de la noche.
Utagawa
Hiroshige supo dejar el mar en un grabado, controlar la naturaleza desde su
arte y sin embargo, apostaría a que contigo no tocaría ningún instrumento, se
entregaría como yo al misticismo de tu cuerpo a partir de la percepción, que tu mirada sigilosa de culpa
en ocasiones no aceptaba.
Si
pudiera verte de nuevo; sujetaría tus cabellos con la sutileza de los palillos
chinos, y yo mismo los quitaría para el despliegue hermoso de tu cabello,
alfombra de bienvenida a un desfile de caricias prolongadas. Despojaría tu
kimono y bajo un árbol de ciruelo tiraría flashes con toda la intención mórbida
y estética de Araki Nobuyoshi, se escondería mi ternura y comenzaría un amor
tan lúdico y preciso en cada instante.
No
estás. No te tengo. Ahora me paso las horas hurgando las librerías de viejo y
buscando películas de igual época. En mis oídos retumba las composiciones de
Shigeru Umebayashi, tu recuerdo me viene y me invades esta calma maldita,
agotada de tu ausencia. No hay inciensos ni nada por el estilo, llevo un vaso
de whisky a mi boca mientras la mano restante me golpetea la sien. ¿Dónde estás
a estas horas de la noche? Quiero rescatarte, a decir verdad yo quiero ser
salvado. Quiero penetrar tu amor en silencio, siendo tú la señora Su y yo el señor Chow, Wong Kar-wai
me entendería, y le ruego dirija al menos una de nuestras noches, junto a un
faro reflejando la sombra de cada gota al llover.
Los
diálogos corpóreos se nos han callado de tanto olvidarnos ¿por qué? No lo sé y
tú tampoco, pero caminas a prisa, deslumbrada por el tiempo. He de quedarme
aquí, a esperar que la mecanografía te traiga de vuelta en mis horas
solitarias. ¿O buscarte en tus laberintos carentes de sentido? Tú sabes de qué
hablo. De cualquier forma te pienso, te fumo y hasta te inhalo, perfume para
otros olvidado.
Yo
desde la ciudad de la cantera te busco y tú en la jungla de los rascacielos en
cada museo y a cada paso acompañada, te pierdes de mí. Ambos nos cruzaremos en
algún sitio diminuto plagado de quietud en Asia. Entonces, compartiremos un
amor silente, cuasi religioso y tan espiritual, que nuestros cuerpos se habrán
de esfumar al primer roce, ardiente de anhelo.
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