viernes, 10 de julio de 2015

Relato de un hombre que confesó su amor a partir de Asia




El siguiente escrito  resulta ser escueto  de toda artimaña literaria. Deshabitado de ornamentación alguna, tan desierto como las calles arriba de los 30° veraniegos. ¡En fin! Cada cabeza resguarda con recelo detalles de satisfacciones pretéritas y la mía, no es la excepción. La imagen se repite una y otra vez al despertarme del lugar en que duerma: semidesnuda te veo caminar de la cama al baño y del baño a la cama, tu figura acanelada se protege inútilmente del frío del alborecer y tus poros susurran tímidos, la calidez de mis brazos torpes. Acto elegiaco el tuyo, gastar unos minutos más conmigo.
Hace unas semanas que ya no te veo ni por accidente en aquella diminuta ciudad, que me invitaba a tropezar continuamente con tus ojos durante el día y por la noche, pudimos darnos al placer del alcohol y cruzarnos en algún bar, un callejón o incluso, en aquella fiesta que se volvió fugaz al momento de dibujarnos la desnudez póstuma con nuestros labios. Agazapado a mis nervios te miro desde otra medianoche que no compartimos. Los personajes contemplativos de Ryunosuke Akutagawa me hacen  evocar de la misma manera tu espalda,  caudalosos ríos de sal me escurren a la memoria mientras viajo en autobús o fumo un cigarrillo al esperarlo. Mujer, cronista de un centenar de viajes cristalizados en el trazo pintoresco. Me entregué en tu orden y te despediste en mi caos aletargado. Me enseñaste rincones donde la paz se refugiaba, contemplé desde tus muslos la suntuosidad de la naturaleza y encontré paisajes suspendidos en una armonía azulada que tus pechos ofrecían a contra luz de la noche.
Utagawa Hiroshige supo dejar el mar en un grabado, controlar la naturaleza desde su arte y sin embargo, apostaría a que contigo no tocaría ningún instrumento, se entregaría como yo al misticismo de tu cuerpo a partir de  la percepción, que tu mirada sigilosa de culpa en ocasiones no aceptaba.
Si pudiera verte de nuevo; sujetaría tus cabellos con la sutileza de los palillos chinos, y yo mismo los quitaría para el despliegue hermoso de tu cabello, alfombra de bienvenida a un desfile de caricias prolongadas. Despojaría tu kimono y bajo un árbol de ciruelo tiraría flashes con toda la intención mórbida y estética de Araki Nobuyoshi, se escondería mi ternura y comenzaría un amor tan lúdico y preciso en cada instante.

No estás. No te tengo. Ahora me paso las horas hurgando las librerías de viejo y buscando películas de igual época. En mis oídos retumba las composiciones de Shigeru Umebayashi, tu recuerdo me viene y me invades esta calma maldita, agotada de tu ausencia. No hay inciensos ni nada por el estilo, llevo un vaso de whisky a mi boca mientras la mano restante me golpetea la sien. ¿Dónde estás a estas horas de la noche? Quiero rescatarte, a decir verdad yo quiero ser salvado. Quiero penetrar tu amor en silencio, siendo tú  la señora Su y yo el señor Chow, Wong Kar-wai me entendería, y le ruego dirija al menos una de nuestras noches, junto a un faro reflejando la sombra de cada gota al llover.

Los diálogos corpóreos se nos han callado de tanto olvidarnos ¿por qué? No lo sé y tú tampoco, pero caminas a prisa, deslumbrada por el tiempo. He de quedarme aquí, a esperar que la mecanografía te traiga de vuelta en mis horas solitarias. ¿O buscarte en tus laberintos carentes de sentido? Tú sabes de qué hablo. De cualquier forma te pienso, te fumo y hasta te inhalo, perfume para otros olvidado.
Yo desde la ciudad de la cantera te busco y tú en la jungla de los rascacielos en cada museo y a cada paso acompañada, te pierdes de mí. Ambos nos cruzaremos en algún sitio diminuto plagado de quietud en Asia. Entonces, compartiremos un amor silente, cuasi religioso y tan espiritual, que nuestros cuerpos se habrán de esfumar al primer roce, ardiente de anhelo.

                                                                                          Hombre de Carbón.

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