viernes, 6 de febrero de 2015

Magnicidio de un empírico iletrado.



1
Los oficios paternales se empeñan en marcarnos significativamente para toda la vida. Se debe elegir un lado de la balanza o saltar de ella. Mis padres nunca fueron catedráticos y eso lo agradezco. Me abrumarían con sus inclinaciones filosóficas, sus verborreas estúpidas sobre que autor leer y cual no, vomitaría de asco por sus discusiones políticas y sobre todo, no soportaría esa idea apócrifa y vanidosa de la distinción, entre los que si leen y los que no. La educación en casa puede resultar peligrosa. Me aterra pensar, el haber sido una canasta en la cual mis padres depositen sus hipótesis inconclusas. En pocas palabras, depender ideológicamente de ellos, hablaría muy mal de mi capacidad de cuestionar todo y mi ineptitud ante la búsqueda de mi propio andar; un estupor bastante denso.

2
No tuve un libro en mis manos sino hasta los dieciséis años, después de mentarle su madre al profesor de literatura quien disparaba prejuicios a diestra y siniestra, de lo inútil y patética que es la vida  de aquellos que desconocen al Quijote, -en su vida jamás ha metido las manos por un amigo, ganarse una cicatriz en el rostro o, defenderse de los drogadictos en un barrio dónde hay más iglesias que bibliotecas y no por eso debo enjuiciarlo en que es un cobarde-. Me expulsó de su clase y en consecuencia tuve que desahogarme a golpes con un alumno de mayor grado. Salí de la escuela hecho un termómetro, caminando ciegamente por el centro histórico de Morelia terminé tropezando con una librería, ¿Irónico no? Muy irónico.    

3
Mi padre debe odiar las librerías. Mataría a todos los autores con los que crecí, por haber arrebatado de sus manos a su hijo. (Hubiera odiado el catolicismo en todo caso, pero no caí en una escuela para sacerdotes). A pesar de ello, nunca me negó un billete de cien pesos todos los sábados para correr e ir a gastarlo los lunes, en libros  usados. Debo confesar que extraño las mañanas de frijoles fritos y licuado mientras suena una aventura más de Kalimán o antes de dormir, escuchar  las cuantiosas  multas de Tres Patines. Las sonrisas que llegó a esbozar mi padre, varias fueron producidas por la radio.
Mis padres dejaron de llevarme a la iglesia cuando por vez primera cuestioné: “¿Por qué la gente no sonríe si vienen a la casa del señor?” Umberto Eco me lo explicaría más tarde. La apologética tampoco fue el pan de cada día para mis padres. Decidí saltar de la balanza. Ahora es grato regresar a casa, olvidarme por un fin de semana de los malditos libros, escuchar un disco de Cornelio Reyna y tomar un six de cervezas con mi padre rumbo a Quiroga. Mientras otros continúan discutiendo sus mezquinos puntos de vista con kilos de lecturas y apenas unos gramos de deducciones,  yo canto alegremente: “voy con mi llanto, por las calles de mi barrio…” y mi padre guarda su revólver con el que pudo matar a Sartre, a Kerouac  y al mismo Rulfo.
                                                                     
HOMBRE DE CARBÓN

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