viernes, 6 de febrero de 2015

Bendito sea, pues, el olvido.



 ¿Cuánto está permitido el rememorar antes de perder el recuerdo? ¿Vivir en el pasado tiene algún sentido? La necesidad de transitar por el camino de lo ya hecho. La evocación del pasado, la agonía de lo perdido, la añoranza de lo no logrado. Caminos que se cortaron, que se han cerrado. Cursos acabados, terminados, no de la forma que uno esperaría. La espera por lo que nunca llegará. El suplicio del recuerdo y lo reconfortante que puede llegar a parecer. Este masoquismo disimulado, la necesidad de sentirse sufriente, la autoflagelación por recuerdos, la inmolación oculta, callada pero siempre presente. Estados que son necesarios para recuperar una humanidad nunca asimilada. La necesidad de volver a sufrir. ¡Bendito el olvido y aquél que sabe acceder a éste! La búsqueda del merecimiento a ser feliz. Merecimiento. ¿Qué le corresponde pues a aquél que se ha olvidado incluso de quién es? ¿El perdón absoluto por sus fallas? ¿La falta de culpa? No es claro. ¿Y cuando el fantasma de “lo que ya no es” te persigue? ¿Y qué cuando ya no puedes reconocer lo que te atormenta, pero sabes que está ahí, presente? ¿Hasta cuando está permitido traer a la memoria aquello que ya no existe? Aferrarse a lo oculto, lo olvidado, pero no desconocido. Que no haya problemas pues. Creemos nuestras propias bendiciones. Olvidemos pues. Bendito sea, pues, el olvido.



Leonardo Guedázz

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