-Doña celeste...- dijo una pequeña voz-¿a quién espera?- preguntó a una señora muy arreglada que estaba sentada en un banco de madera blanco al lado de la parada del autobús. Por fin se atrevió a preguntarle después de pasar por ese lugar todos los días para ir a la primaria y verla allí sentada, mirando cada cinco minutos, el reloj de plata que le colgaba del cuello y levantando la cara con aire esperanzador en dirección a donde debía aparecer el transporte que traería su alegría; luego veía bajar a todos los pasajeros, miraba al suelo como resignada y se iba. Así era todos los días. -Espero a mi novio- le respondió muy orgullosa arreglándose los bucles canosos que caían sobre sus hombros -¡ah! a su novio- dijo el pequeño y se fue.
En ese entonces doña Celeste era una señora de unos cuarenta y tantos, que esperaba a su novio
todos los días desde que tenía veinte años, pero para ella la espera había sido de cuatro solamente, es decir, Doña Celeste era una joven de casi veinticinco; por lo tanto nunca comprendió porqué rayos le decían "doña", era muy joven, entendía que se viera un poco cotorra e ilusa por esperar a ese hombre, pero no le importaba, pronto se iba a casar con un joven apuesto e inteligente que se había ido a estudiar a la capital y que le había prometido regresar por ella, entonces le prometió esperarlo.
Y aunque el tiempo no pasa en vano ella seguía tan jovial como siempre, llegaba a casa, guardaba sus zapatos de tacón azul y doblaba sus vestidos de seda para decidir qué atuendo sorprendería más a su amado; practicaba frente al espejo la expresión que pondría al verlo, ¿qué le diría? ¿se atrevería a besarlo? y cuando pensaba en la posible cara que él pondría al verla tan guapa, se sonrojaba y se lanzaba a la cama como toda adolescente enamorada. No pasaba un sólo día sin hacer lo mismo, si tan sólo su reloj infantil avanzara tanto como su imaginación. Y el tiempo siguió pasando.
Jacaranda cafetera |
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